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No me queda, apenas, otra opción razonable que la de pensar que, para tristeza propia, así nos ha sucedido: nos hemos olvidado de nosotros. Algo, si no difícil al menos complejo de explicar cuando nos referimos a los únicos seres del Planeta capaces, no todos lo han logrado, de alcanzar la inteligencia y, claro, comportarse acorde a la condición que tal facultad permite, de lo contrario de nada serviría ser “inteligentes”, la nuestra sería, entonces, una inteligencia fracasada, o lo que viene a ser casi lo mismo: una torpeza redomada.
Ya, muy a mi pesar, no me hace falta ir al circo, y me refiero a aquel circo “de verdad”, con una gran carpa piramidal, acróbatas, payasos, trapecistas, elefantes, tigres, leones y un fuerte olor a fiera mezclado con arena; ahora, cada una de las veces que salgo al mundo exterior, me topo con una amalgama circense -que no de circo- e indefinible, no por complicada, más bien por inaudita, decepcionante e inasumible.
Parece que el humano ha estado jugando a dios, puede que por demasiado tiempo y puede, también, que con intensidad en demasía. Todo invita a pensar que el divertimento le ha gustado tanto que ha dejado de considerarlo como tal: de frugal pasatiempo a quehacer con dedicación exclusiva. El pequeño detalle, que tira por tierra aspiraciones mucho más peregrinas que las que, en alguna ocasión, que no siempre, hubiese podido padecer D. Alonso Quijano mientras cabalgaba a lomos de su flaco rocín por tierras de La Mancha; el fútil detalle -decía- que atormenta la soberbia, siempre malnacida y siempre traicionera, es que el humano no es Dios, ni siquiera dios. Puede que en esta envenenada, y mucho más que miserable, frustración resida parte de la indecencia en la que, como sociedad, nos hemos convertido.
Somos muy poca cosa como para hacernos lo que nos hacemos: frágiles, cómo casi ningún otro de los animales con los que compartimos mundo; vulnerables, harto más de lo que nos acercamos a pensar; efímeros, hasta el dolor…
Con tan poquito, muy cerca de nada, que tenemos para presumir, otorgándonos algo de sensatez y una pizca, al menos, de prudencia, ¿cabe la mezquindad, tiene sitio la envidia, hay lugar para el odio, es concebible, ya sé que permisible no, la vanidad? La respuesta evidente es que no, sin embargo, la respuesta -valga la redundancia- que el Hombre se ha dado es: sí, y, además, se lo cree.
Es un sendero, ese por el que nadie camina, mucho más fácil de andar que el que hemos escogido para hacerlo; ¡menos mal que somos los únicos animales inteligentes ...! Las causas, no pueden ser razones porque son cualquier cosa menos razonables, de que, en general y cómo ente social que somos, hayamos decidido equivocarnos y nos reiteremos, de modo empecinado, en ello, no constata otra cosa que la del Hombre, como grupo social de humanos, es una inteligencia fracasada. No sólo no hemos hecho útil nuestra consciencia, es que ni siquiera hemos sido capaces de que ella -la consciencia- nos sirva para educar, y no engañar como hacemos, a la conciencia que nos debería guiar. La capacidad intelectiva, cómo todo, se demuestra haciendo uso adecuado de ella.
Nos hemos olvidado de los más desfavorecidos y de los que sufren y de los marginados, de los pobres y de los olvidados, también. Nos hemos olvidado de los que conocimos y consideramos, de los amigos que quisimos y de los familiares que amamos y de los amores que fueron y de los que no fueron, también. Nos hemos olvidado de los recuerdos, de los momentos que nos condicionaron y de los sentimientos que nos determinaron, de los errores que nos marcaron, del pasado que nos trajo al hoy y de la memoria que nos debiera recordar lo olvidado, también.
Y por “olvido” entiendo, también, descuido o dejadez, indiferencia o apatía, incomprensión u omisión, hipocresía o cinismo, abandono o desprecio … toda una triste sarta de cuentas engarzadas en el rosario de la desmemoria consciente y aceptada: no es otra cosa ese olvido.
El permanente recurso a lo menos complejo, que suele ser lo más sencillo, el desapego al esfuerzo, la valoración excesiva de la opinión ajena, el pánico al fracaso, el engañoso acomodo de lo que se muestra incómodo, el pavor a caer en lo que pensamos ridículo … Banalidades tomadas por principios, valores sepultados bajo mediocres apariencias. Nos hemos olvidado, sí, de nosotros, y así nos va.
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Gracias, Errejón