Yo te digo mi verdad
¿El pueblo salva al pueblo?
Tribuna
David Fernández, el director de nuestro periódico, me acaba de llamar para anunciarme la muerte de Mauricio. Sabíamos que desde hacía algún tiempo había ido perdiendo facultades pero estoy seguro de que ha sido el fallecimiento reciente de Milagro, su compañera a lo largo de la vida, lo que ha motivado que nos haya dado ahora el adiós definitivo.
He escrito Mauricio y no hace falta más para saber de quién se trata. En la vida nos encontramos de tarde en tarde con personas que transforman su nombre en patronímico y así se identifican para todos sin que hagan falta apellidos, títulos ni cargos. Son aquellos que con su conducta sostenida se convierten en ejemplo; los que, incluso sin palabras, te enseñan; los que sin aspirar a ningún protagonismo consiguen, sin embargo, estar siempre presentes; los que, aun desde la distancia, son capaces de generar afecto y respeto; los que con un simple gesto demuestran que les importas; los que, de manera natural, tienden puentes y encuentran solución a los problemas; los que con una opinión, incluso manifestada discretamente, impulsan una decisión colectiva…. Y la única manera de compendiar todo esto es llamarlos, pura y simplemente, Maestros.
En el Jerez bodeguero de los últimos sesenta años Mauricio ha sido eso: un Maestro. Pero de tal calibre que esta condición sobrepasó los límites de su ámbito natural para ampliarse a todo el entorno social de nuestra zona.
Lo conocí en su plena pujanza existencial y profesional y debo decir que desde el primer momento establecí con él una empatía como con pocas personas he tenido a lo largo de mi vida. Una empatía que él generaba pues estando muy por encima mía en edad, saber y gobierno me trataba siempre como un igual. Una empatía, en fin, que, por mi parte, tenía algo de interesada, y es que en seguida me di cuenta de que junto a él se aprendía, profesionalmente sí, pero también, y sobre todo, existencialmente, que es lo verdaderamente importante. No podía ser de otro modo: era un Maestro.
Las anécdotas que solía contar encerraban normalmente un mensaje de calado; su caballerosidad innata era siempre un bálsamo en los enfrentamientos; su humildad elevaba hasta su altura a quienes no lo merecíamos. Por eso, su ausencia no solo deja huérfanos a sus hijos sino también a muchos de los que le conocimos y tratamos. Descansa en paz Mauricio: nos dejas la mejor herencia, que es tu ejemplo. Cada vez que intenté de palabra agradecerte tu magisterio lo declinabas sonriendo con timidez. Ahora no puedes hacerlo y lo reitero: eres y serás por siempre un Maestro.
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