El balcón
Ignacio Martínez
Negar el tributo y lucir el gasto
Alto y claro
Durante la jornada aciaga en la que la tempestad de agua y fango sepultó una buena parte de la provincia de Valencia el presidente del Gobierno y el de la Comunidad Valenciana estaban a sus cosas. Y esas cosas, miren por dónde, eran la misma: el control de la televisión pública. Pedro Sánchez impidió que, en el Congreso, paralizado por las noticias que llegaban de la DANA, se suspendiera la votación para nombrar a los nuevos consejeros de RTVE, que dio entrada a representantes de los partidos separatistas que garantizan la estabilidad del Gobierno. Carlos Mazón estuvo perdido las horas críticas en las que tendría que haber tomado decisiones estratégicas para hacer frente al desastre porque estaba en el reservado de un restaurante negociando la incorporación de una periodista a la dirección de la televisión pública valenciana.
Las casualidades no existen y en política, menos. El hecho de que tanto Sánchez como Mazón estuvieran dedicados en esas circunstancias críticas a blindar los medios de comunicación públicos para sus propios intereses, hasta el punto de dejar en un segundo plano lo que ocurría en la calle, da idea de por dónde va la política española. No quiere esto decir que no les importaran las alertas meteorológicas o minusvaloraran después lo que pasó. Ni mucho menos. Sirva el dato sólo para constatar unos hechos que permiten sacar algunas conclusiones.
La primera de ellas tiene que ver con la propia calidad de la política, entendida como la actividad destinada a gestionar los intereses colectivos. La segunda, mucho más pegada al terreno, es la jerarquía de valores que en España se aplica a esa política.
La obsesión por el control de los medios de comunicación públicos es una constante que ha acompañado a las más de cuatro décadas que llevamos de democracia. A ello se han aplicado con igual intensidad y falta de escrúpulos PP y PSOE cuando han estado en el Gobierno de la nación o en el de cualquier comunidad autónoma. Ninguno de los dos ha cumplido sus promesas de profesionalización e independencia. El juguete es demasiado atractivo y es fácil convertirlo en una máquina de fabricar votantes y de crear culto a la personalidad para el presidente de turno. Andalucía, por cierto, tampoco ha sido en esto la excepción que confirme la regla, ni antes ni después.
Todo esto no deja de ser una anécdota en medio de una catástrofe que ha sumido al país en una convulsión sin precedentes. Pero es revelador de lo que de verdad importa en la política, que cada vez está más lejos de lo que de verdad le importa a la gente.
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