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EL diccionario de la Real Academia Española la define como “falta de poder para hacer algo”, y del mismo modo en que el pasado lunes nos “quejábamos” de lo escueto de la definición que la R.A.E. hacía de la “solidaridad”, hoy sentimos que en éste caso, sin que haya nada que objetar a lo cierto de la calificación, también la alta Institución adolece de cierto laconismo al explicar lo que la “impotencia” supone, significa, implica o hace sentir.
Impotencia es querer y no poder, ansiar y no alcanzar, es querer llegar y no poderlo lograr. Impotente se sabe quién ama y no es amado, el que sufre y no haya consuelo, quien alguien pierde y no encuentra remedio para evitarlo o modo en el que recuperarlo. Impotencia es saberse insuficiente, pues lo humano no basta; es sentir que el espíritu no alcanza, que el alma no llega. Impotente se siente quien aprender no puede, el que amar no sabe, quien voluntad no tiene.
Impotencia sentimos los ciudadanos al comprobar la valía de quien nos gobierna, por querer gobernar y no por querernos gobernar, al vernos maltratados por la Justicia, al sabernos abandonados en las penas. Impotentes estamos, sometidos a la mediocridad del que manda, al desprecio de quien legisla, a la ignorancia de quien “enseña”. Impotencia sufrimos, discriminados por esto o aquello, encadenados por fuerza a un pasado que ya olvidamos, secuestrados del mañana que esperamos. Impotentes, padecemos la burla de la democracia que prometen, el rapto de una igualdad que convierte la desigualdad en indecente, el calvario de la libertad sin la que no podemos ser lo que estamos llamados a ser.
Es grande la impotencia, tanto como incontables las alternativas a las que no nos deja optar.
Impotencia siente Valencia, impotentes los valencianos y la ciudad, la provincia y su alma y la región entera; las gentes que la habitan y las que la poblaban, los muertos en vida y los que ya no van a vivir más; los que no están ni se sabe dónde puedan estar ni si cuando regresen lo harán: volver con los que les esperan y les quieren. Impotentes vivimos los españoles, de impotencia se duele España.
No es la Naturaleza ni son los cambios de un clima que está mucho más allá de una ciencia a la que, aunque avanzada, no tenemos acceso ni medios para alcanzar a bien conocerla ni mucho menos a comprenderla y, ni siquiera en sueños, a prever, pronosticar ni adivinarla. Ni, por lo que hemos visto, de hoy para mañana ni … ¿de hoy a un año, diez, de hasta a cien me habláis?, ¿de veras?, ¿pero a quien queréis engañar?, porque hemos de pensar que es eso lo que queréis. No es el agua, que como se evapora, cae, que nace y crece y vive y muere, para volver a repetir un ciclo independiente de lo que nos convenga o no, pues no depende de nosotros -¡y menos mal que así es, porque acabaríamos por prostituirlo para comerciar y “ganar”!-, es algo que se nos va. No, no es ella ni el clima ni el Planeta, somos nosotros, nosotros somos el mal.
Impotencia siente el Hombre ante los desmanes del hombre. Impotente se sabe el alma, presa de un cuerpo viciado, adiestrado en “comer” pero no en pensar, en usar sin aprovechar, en tener por el mero tener, en acumular sin necesidad. Impotencia la que
somete a la más consistente paciencia, cansada de perdonar, fatigada de transigir, harta de tolerar. Impotentes asistimos al culto de una hipocresía institucional, sobrellevamos el cinismo de quien predica “la verdad”, soportamos la falsaria realidad.
Y es que de éste modo, es lo que creemos, es inhumano vivir. La impotencia ocasional es propio de nuestra condición y hemos de aprender a encajarla: somos entes limitados, cortados por la finitud, vivimos un tiempo prestado. Sabernos, en ocasiones, impotentes nos recuerda lo imprescindible de la humildad, coloca los dos pies en la cruda realidad. Pero querer hacer de la impotencia normalidad y pretender encadenarnos a no dejar de sentirnos impotentes, ni es humano ni admisible ni aceptable ni racional.
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