Javier Benítez

Incívicos

Descanso dominical

29 de septiembre 2024 - 03:06

El viernes pasado, serían las cinco de la tarde, venía uno de donde Jesús, la cocina que despacha el mejor pescado de Jerez; para más señas, también se le conoce como La Bocacha y está en la calle Paraíso. Dónde iba a estar si no. Pues eso, que venía uno todavía con la hondura de una copa de fino Inocente y la marejada de unas huevas plancha en el paladar, en busca del coche, quieto allí en las tripas del subterráneo de la plaza del Caballo puesto que aparcar en superficie en los alrededores de Jerez 74 viene a ser como hacerlo en la puerta principal de la Casa Banca un cuatro de julio.

He mirado en internet y dice que el susodicho parking ofrece 344 plazas. No exagero si digo que unas 300 estarían disponibles. Vacías. Libres como el sol cuando amanece. No sé si me explico. Este detalle es relevante a la hora de determinar qué diantres le pasó por la sesera a quien decidió con toda su reverenda pachorra agazapar su monovolumen blanco a la sombra del mío. Pegadito, como dos novios nuevos, dejando el espacio justo para respirar. Me quedé en shock cuando me topé con la escena, me vino a la mente la definición de nanómetro: unidad de longitud del Sistema Internacional que equivale a una mil millonésima parte de un metro. Pero ¿qué necesidad había? Aunque si bien es cierto que mi estado de forma actual es inquietante, ya les digo yo que por la rendija que había dejado de separación no entraba ni Said Aouita después de una lavativa. De hecho, estoy por pedir una orden judicial para revisar las grabaciones de seguridad del aparcamiento. Ya es por curiosidad insana, por saber cómo se bajó de su coche el interfecto.

Estos sujetos a los que literalmente se la sopla el prójimo son los mismos que aparecen revoleados con el coche por la autopista y te echan el aliento en la nuca, casi rozando con sus morros tu puerta trasera del maletero, hasta que tienes que echarte a un lado y dejarles pasar con su sed de asfalto en busca de la siguiente víctima a la que sacar de la carretera. O esos vecinos entrañables que deciden cada sábado cuando despunta el día cambiar de sitio todos y cada uno de los muebles de su salón isabelino. En nuestro edificio hay alguien que, cuánto más temprano mejor, gusta de sacudir la escoba de barrer contra los barrotes de la terraza. Con todas sus fuerzas, como el que le zurra a una piñata. Es un sonido celestial que nos despierta con la puntualidad de un gallo de campo. Será que me estoy haciendo mayor porque con este tipo de comportamientos no voy a decir que me enfade, pero me da coraje.

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