Alberto Núñez Seoane

Indignación

Tierra de nadie

25 de noviembre 2024 - 05:15

Entiendo que es un proceso acorde con la lógica que somete a los humanos: frente a una grave y dolorosa tragedia, nos invade primero un sentimiento de solidaridad, luego nos abate la impotencia, nos sacude la rabia después y por fin nos rebela la indignación.

El siempre necesario diccionario, muestra “indignación” como: “enojo, ira o enfado vehemente contra una persona o contra sus actos”, de inmediato, y en mi opinión, añadiría “o contra la ausencia de ellos”.

Podemos sentirnos indignados contra las personas, sus acciones o las falta de ellas, no contra la naturaleza o las consecuencias de su inconmensurable poder, a veces desatado. Si sufrimos las consecuencias de la erupción de un volcán, un terremoto o una monstruosa riada, no es la naturaleza objeto de nuestra indignación; estaremos apenados, doloridos, impresionados y espantados ante las devastación, pero no indignados con ella. La indignación la sentimos, siempre, contra las personas, a causa del mal que han hecho o del que han provocado por no hacer.

Los humanos somos egoístas, salvo las escasas excepciones, que vienen a confirmar la regla, el culpable quiere eludir su responsabilidad, bien alegando cualquier vana excusa, bien aduciendo ignorancia, bien buscando, lo sea o no, otro culpable distintito a él. Lo peor, lo inexcusable, lo que no tiene perdón es que en tanto ellos se afanan por descargar responsabilidades o lavar manchas, ya indelebles, las víctimas se quedan solas, sufren, se angustian, padecen y, sin remedio, se indignan.

La indignación es hija de la impotencia y de la rabia. Si no fuéramos incapaces ante la desdicha, si tuviésemos la posibilidad cierta y la oportunidad de actuar, de rebelarnos, de luchar contra lo que nos hace mal, la impotencia no tendría lugar; sería firmeza, resistencia, tenacidad y combate, venganza si quieren, pero impotencia no. Sin embargo, cuando no es así, cuando estamos atados de pies y manos, sin medios con los que poder enfrentar la desventura, “dejados de la mano de Dios” y sin armas con las que combatir, esa desoladora y desesperante sensación, fiel reflejo de la realidad que nos apalea, conduce de manera inexorable hasta la rabia. Y desde la rabia, cuando los responsables de la adversidad se visten de humanos, llegamos a la indignación.

Indignarse implica entrar en un estado de ánimo en el que lo que quiera que sea que nos vaya a suceder dejará marca más honda, mucho más difícil de reparar que cuando no hemos llegado a ella, a la indignación. La sensibilidad sale a flor de piel, por lo que es más fácil dañar nuestra susceptibilidad; la angustia vital se convierte en compañera de días y noches; la tensión en la que se vive condiciona la actitud con la que existimos; cambian prioridades, nos inquieta un mañana que no acertamos a asegurar, sentimos en carne propia la injusticia, comprobamos que no se para el mundo, ni por nosotros ni por nada, a esperar, nos descalabra la indecencia de los culpables, nos maltrata la ineficacia de los responsables, nos pone “fuera de quicio” la vergonzosa e inaceptable impunidad de los que deberían rendir cuentas y pagar, entonces, la obsesión llega.

Creo que no hay peor injusticia que la consentida. Pueden ocurrir desgracias, suceden accidentes, lo imprevisto nos puede, lo inesperado nos vence; pero cuando la razón de la desdicha tiene nombre, de la desventura apellido y de la desgracia nombre y apellido, entonces o la Justicia se impone, para no dejar de serlo; o la injusticia responsable se castiga acorde al sufrimiento provocado, o la sociedad y el Estado que la organiza ha, por completo, fracasado.

Siendo grave todo sobre lo que hemos reflexionado, hay un punto más de impudicia en los nunca reconocidos culpables: pretenden impedir, no ya la justa indignación, si no el humano e inalienable derecho de sentirla y estarlo: ¡indignado!

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