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Santiago Cordero
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Es ya inocultable que la inmigración masiva e ilegal, y sus consecuencias de todo tipo, se ha convertido en el principal problema de las sociedades europeas, en un agente de primer orden en el extendido malestar que las caracteriza. También, por tanto, en un factor de gran peso en los procesos electorales y en los cambios ideológicos, igualmente inocultables, que están transformando drásticamente el panorama político europeo.
En su último artículo en estas páginas, Tacho Rufino realizaba un análisis breve, como impone el medio, pero de gran profundidad y realismo sobre la inmigración descontrolada y sus implicaciones, que no es que sean previsibles, es que están ahí para todo el que tenga ojos y no se empeñe en cerrarlos. Lo suscribo de la cruz a la data. La pregunta que cabe hacerse es cómo se ha dado lugar a esto cuando las consecuencias del fenómeno eran evidentes desde hace muchos años en los barrios, ciudades y regiones que lo habían experimentado primero. Como en tantas otras cuestiones que afectan y degradan nuestra sociedad, los prejuicios ideológicos, la ausencia de pensamiento crítico frente al sentimentalismo y el buenismo, la indiferencia de los estratos superiores ante un problema cuyos efectos se concentraban en espacios que les resultan ajenos, han sido determinantes. Y ahora parece imposible poner un freno humano y solidario a lo que solo puede encauzarse mediante la recuperación de principios políticos y jurídicos irrenunciables: la inviolabilidad de las fronteras y la soberanía de cada país a la hora de determinar qué inmigración, cuánta y de qué características desea admitir.
Hace setenta años, esas mismas naciones europeas que ahora se ven desbordadas y paralizadas fueron capaces de canalizar ejemplarmente en recíproco beneficio el flujo de millones de trabajadores procedentes de economías menos desarrollados. En su mayoría portugueses, españoles, italianos o griegos, más fácilmente integrables, sí, pero también turcos y muchos magrebíes, entre otras procedencias. Todas las garantías y cautelas que entonces regían y que hicieron posible el éxito se han ignorado hoy hasta hacer de muchos barrios de las principales ciudades europeas una copia de los mundos fracasados de los que los inmigrantes huyen. ¿De verdad alguien puede creer que los grandes pueblos europeos se van a dejar disolver sin más en un caos de mugre, barbarie, odio y violencia?
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