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El pasado domingo, en viaje de regreso desde Madrid y del 24 Congreso Católicos y Vida Pública, me venía a la cabeza un gran aforismo del gran Gómez Dávila: "Nada me seduce tanto en el cristianismo, como la maravillosa insolencia de sus doctrinas". Bajo la impresión de lo vivido durante el fin de semana, ese pensamiento mostraba su verdad y la capacidad transformadora que en él se encierra. La "insolencia" del mensaje del Evangelio ya escandalizó a los judíos y era necedad para los gentiles, pero ha desafiado durante siglos los excesos del racionalismo, aniquiladores del misterio, y hoy, paradójicamente, se alza como castillo roquero de la razón frente al nihilismo, el sentimentalismo y la irracionalidad que dominan el pensamiento y la vida de Occidente. Habría, pues, que preguntarse qué sucede para que sea tan difícil al catolicismo actual alumbrar propuestas que nos permitan ofrecer una salida creíble a una sociedad que se debate entre las incertidumbres provocadas, además de por la subversión antropológica que la amenaza, por el vaciamiento de la vida en aras del hedonismo y el consumo. Más que escurridizas soluciones siempre provisionales, se echan en falta verdaderos referentes que sean capaces de promover un mensaje de confianza y esperanza.
No me cabe duda de que la esterilidad actual reside en la falta de fe de los cristianos en esa "maravillosa insolencia". Sin embargo, incluso ahora, cuando hay algo invisible pero palpable que quizá nos impide creer con la plenitud creativa de antaño, seguimos poseyendo una inmenso y maravilloso legado que debería ser suficiente para mirar con optimismo cualquier clase de futuro. Nuestros ancestros sabían que la confianza en la solidez y bondad del cristianismo, junto con el auxilio del Espíritu, les daba una superioridad infinita sobre todo género de enemigos o dificultades a la hora de propagar la fe o desafiar las circunstancias más adversas en pro del evangelio. Esas convicciones son las que a lo largo de tantos siglos dotaron a la Iglesia de su inmensa seguridad y, al mismo tiempo, la hicieron consciente de que la insolencia de sus doctrinas no procede de un acto de soberbia frente al mundo, antes bien de una vocación de servicio en la verdad y en la caridad. Y así, con tal bagaje, se hizo posible una nueva civilización sobre las ruinas de un mundo cruel y caduco. A los cristianos nos urge recuperar la insolencia.
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