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AA usted le parecerá una majadería -le confesé a don Juan Tapia-, pero desde que tenía unos catorce años y leí en "La República", de Platón, la historia de Giges, el pastor de los ganados del rey de Lydia, mi sueño ha sido siempre poder hacerme invisible cuando quiera. Por fin lo voy consiguiendo.
-No se crea -respondió él sonriendo-, que ese sueño es muy original. Lo tiene mucha gente… Giges. Recuerdo vagamente ese pasaje.
-Cuenta Platón -le interrumpí- que andaba Giges cuidando del ganado del rey cuando se produjo una terrible tormenta que llenó la tierra de grietas muy profundas. Por curiosidad se asomó a una de ellas y descubrió en su fondo la estatua de un enorme caballo de bronce, cuyo vientre estaba lleno de puertas. Se deslizó hasta él, abrió una de las puertas y se asustó al descubrir el cadáver de un hombre, en una de cuyas manos relucía un anillo de oro. No se lo pensó: Giges despojó al muerto de la joya y se la colocó en uno de sus dedos.
El caso es que a los pocos días, Giges asistió a una reunión de pastores reales para designar a los que debían comparecer ante el rey para dar cuenta de su ganado. El debate se alargaba mucho, porque que cada vez que hablaba uno no paraba de relatar sus méritos para ser elegido. A Giges no le importaba mucho visitar el palacio real y andaba ajeno a aquello, en silencio y entretenido en girar el anillo alrededor de su dedo. Oyó algo que le interesó y dejó de darle vueltas. Volvió otra vez al anillo y vio que el engarce tenía la misma orientación que la palma de su mano. Se quedó de piedra al ver que los demás pastores se referían a él como si no estuviera presente. Giró nuevamente el anillo y escuchó sorprendido que le hablaban como si acabara de regresar y se hubiera perdido algo importante de la conversación. Repitió el movimiento otra vez y ocurrió lo mismo. Comprendió entonces Giges el prodigio que llevaba en su dedo. De pronto tuvo una idea y no paró hasta conseguir que lo nombraran como uno de los que debían visitar al rey.
-Sí -dijo don Juan-, ya voy recordando, pero siga.
-Me saltaré -continué- las peripecias de Giges hasta que llegó a la corte, en las que fue aprendiendo a dominar el poder de su anillo, y cómo consiguió -también sirviéndose de él- conocer los secretos y gustos de la reina, y lo que hizo para seducirla y casarse con ella para ocupar el trono, después de asesinar al rey.
-Un desalmado ese Giges -dijo don Juan-. Pero por qué dice que va consiguiendo el poder de hacerse invisible.
-Verá. Aunque usted no se lo crea viéndome ahora -respondí yo con una sonrisa-, de joven yo tenía un cuerpo alargado y atlético, porque practicaba natación. Al salir de la piscina, cuando pasaba por delante de un corro de quinceañeras, ellas interrumpían la conversación, me miraban y empezaban un cuchicheo y unas risitas que habría dado algo por oír. Instintivamente enderezaba la espalda, apretaba los músculos y como fijara la mirada en alguna del grupo se le subían los colores.
-¿Qué edad tendrías entonces? -preguntó.
-Unos veinte años -respondí-. Le sigo contando: cuando terminé la carrera empecé a trabajar como profesor en la universidad. Los alumnos me veían como alguien de su misma edad, pero con apariencia de mucho saber, y sobre todo, con la facultad de suspenderlos o aprobarlos. No sé si será verdad eso de la erótica del poder, pero lo cierto es que cuando paseaba por los pasillos las alumnas empezaban un charloteo entre ellas que hubiera dado cualquier cosa por escuchar… Invariablemente me acordaba con envidia de Giges
-Vanidad nunca te ha faltado. Pero abrevia...
-Pues verá. La vida me ha negado muchos de mis sueños juveniles, pero no todos. Uno de ellos es el don de la invisibilidad, que he ido consiguiendo con el tiempo… aunque solo sea para las mujeres.
-¿Invisibilidad para las mujeres? ¿Qué quieres decir?
-Comenzó -respondí- hace unos veintitantos años. Paseaba por la piscina de un club, cuando vi un grupo de quinceañeras cuchicheando entre ellas. Instintivamente, como de joven, enderecé la espalda y apreté los músculos, pero ni una sola me miró. Lo repetí con otros grupos, pero lo mismo. En octubre empezó el curso y observé que en la Universidad me pasaba igual: llegaba a un grupo de alumnas y ellas ni se inmutaban. Era obvio que me había vuelto invisible para las quince y veinteañeras.
-Te voy comprendiendo. A mí…
-Hará unos diez años-le interrumpí-, comencé a notar que ni una sola de las treintañeras con las que me cruzaba por la calle se fijaba en mí, como si yo, como Giges, no ocupara espacio alguno de la calle… Desde entonces, la cosa no ha parado. Incluso hace un par de meses empecé a notar que el número de cuarentonas que pasan por mi lado sin dirigirme la mirada ni por casualidad aumenta cada día. Está claro que mi sueño de ser invisible, aunque sea solo para las mujeres va viento en popa: en unos pocos años no me verán ni las viejas.
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Gracias, Errejón