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Jerez íntimo
Sus ojos parecían la desembocadura de un río donde flota el verde menta de lo intuitivo. El pelo, negro tizón, que, trenzado, sube y baja por la espalda como una yedra. En sus hombros no se espesa ningún simulacro de palidez. Ella se sabe anterior a cualquier vórtice de la desdicha. Y posterior al encallamiento de otra transición psicológica. Va por libre, como el viento de poniente sobre la arena. Nadie adivina las fluctuaciones de su privacidad. De mediana estatura, jamás calza tacones. Su altura ya de por sí estiliza la figura. Tampoco pretende malbaratar el equilibrio natural de los tobillos. El campo visual no pierde enteros si horizontaliza la planta de los pies. Camina así más cómoda sobre una marisma de introspección. El carácter, siempre transparente como las aguas del Guadalquivir. La sonrisa, de medialuna, con esa doblez milimétrica de los langostinos atigrados. Esta muchacha, amiga del astro rey, se muestra hospitalaria, y acierta a combinar la sencillez primigenia de su natalidad con el estatus de clase alta que adquirió en razón a sus no escasos atractivos. Levanta domicilio sobre terreno fronterizo, como estableciendo una linde geográfica entre la banda de una playa de ensueño y el coto de ánsares. Risueña, como una pradera que se despereza en lontananza bajo el júbilo de la amanecida. Sociable, como la predisposición de la benignidad atmosférica. Ondulante, como la inclinación de un trampolín segundos antes del salto.
Mira en derredor y acierta a desglosar una alianza prenatal de geografía andaluza. Ella ríe a mandíbula batiente, pisa suelo de pescadores y trajina la mañana con el trasluz dicharachero de callejuelas que tienen algo de alegoría ecológica. De niña soñaba con garzas, malvasías, fochas y somormujos. Siempre admitió que el agua es fuente nutricia y que pescar es un verbo emparentado familiarmente con el reino de la infancia. Aquellos años de butacas de mimbres entre palmeras de una calzada larga como el alcance de la nostalgia. Biodiversidad de la memoria que saborea helados de la Ibense. Esta muchacha enjuga ilusiones en el barrio alto de sus pensamientos. Y pasea, elegante, la imaginación por un laberinto paisajístico de rango superior, tal edén alfombrado por jardines de Montpensier. Cada mañana recorre la orilla de piletas y caracolas, tostando la dermis de su idiosincrasia. Es romántica, como un ecosistema con rumbo al Nuevo Mundo. Y vez tras vez eleva la mirada hacia el latido dorado de su anual amor veraniego, que es como un sorbo de manzanilla que desciende de jerezana venencia…
Él, en cambio, gusta del cante jondo. Espigado como una torre de San Miguel. Prefiere la uva al níspero. Delgado como la divisa de una campiña. Rasgada la mirada como la pestaña de una Faraona. La garganta afinada, como el cante de Manuel Torre. Los dientes muy blancos como el fulgor de un caballo cartujano. Los labios precisos, como el rojo del capote de Paula. La mirada redonda, como el frontal de la bota que nos observa desde las tripas de una bodega. El plante torero, como el espíritu de la Albarizuela. El andar en armonía, como el sonido de la guitarra de Moraíto. La devoción, entre San Francisco y la Plazuela, con envergadura de Esperanza. El romanticismo, en carne viva, como el despertar diario del piano de Manuel Alejandro. La voluntad, recia como un cinturón de esparto en cofradías de ruán. La bondad, inagotable como el milagro del velo de flor. El cansancio, apenas un suspiro de tafetán. La sangre, caliente como el arte en la fragua del tío Juane. Este chiquillo ya es un hombre por derecho, como la soleá que arranca de los compendios de la improvisación. Está que se bebe los vientos por la niña de sus ojos. Ha de recorrer veinticinco kilómetros y medio para verla. Apenas el guiño de 28 minutos por la A-480. En agosto se cogen de las manos y alucinan con este noviazgo estival cuyo frenesí nunca mengua. Ella se llama Sanlúcar; él, Jerez. Son novios desde la noche de los tiempos. Cuando el calendario anuncia Carreras de Caballos se besan en las esquinas del aire. Nadie se percata de esta pasión tan de fuego y sal. Tan de adolescencia y madurez. Tan poética e intransferible…
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