
Postrimerías
Ignacio F. Garmendia
Turrones
En la cadera de la ciudad se posa el sol, como así en la niña de bello rostro que, lorquianamente, cogía aceitunas ante el arbolé arbolé de los cuatro jinetes con largas capas oscuras y trajes de azul y verde. La conjetura de las solitarias calles del barrio de San Mateo a las tres y media de la tarde es como un hombre solo -estilográfica en mano- que proyecta la mirada -escurrida de imaginación- sobre las formas rectilíneas de un folio en blanco. Posiblemente sin saber el porqué de su tarea. La calle Cabezas tiene algo de altura física de mujer madura escotada de lunares en la espalda. Cuando un par de chiquillos corren por su asfalto a la hora de la sobremesa se cierne sobre sus paredes una especie de inocente ilusión que no aspira a ninguna alfombra roja del destino. Todo, aquí, cabe en una sutil pincelada de la sensibilidad. El barrio de San Mateo, que se estremece cada tarde noche del Martes Santo, posee memoria de hierro y de cristal, como así la nostalgia de un entorno que, tal el verso de Cernuda, es “la inicial misteriosa/ y eterna de la vida”. Observo casas vacías que sin embargo la memoria no abandona. Como la gente de orden, como quien no huye que te e alcanza, ando por despacio. La sincronía con el pasado adquiere tonalidad verde botella. La Historia del barrio de San Mateo no se durmió en los laureles precisamente cuando más soplaba el viento: sin embargo el extrarradio absorbió el flujo social del vecindario, como quien extrae sangre de un corpus humano que emigra Jerez intramuros.
San Mateo volverá a las andadas. Estoy convencido de ello. Su hechizo prevalece. Y sus noches son como un caballete sobre el que descansa la silla de montar de la pura jerezanía: procedencia, precedencia, galanura, la profundidad de una ciudad cuyo carácter identitario aún pervive “porque ni un músculo se mueve en tu fuga veloz”, como la nube en el poema de Manuel Altolaguirre. San Mateo: este suelo reverbera un sistema de medida de lo incalculable. Imagino su futuro repoblado de algarabía y no reprobado de lejanía. El porvenir es artesano -mago y no arlequín- y suele guardar en la bocamanga el as de oro de toda competencia. San Mateo es como un jerezano cabal que será capaz -pronto- de ser otro sin dejar de ser quien era. No lo perdamos de vista porque aguarda en la lista de espera de esta ciudad que por instantes se revitaliza. Allí nos promete un porvenir con sabor a carne de membrillo.
Cambio de tercio. Pero sin hacer la suerte ocupando el terreno del toro. No están las horas para ninguna lidia. En los mentideros cofradieros el cartel de la Semana Santa 2025 anda a la pata coja. Los brindis del aperitivo se despojan de cualquier suerte de ojana, que es vocablo defendido a ultranza por el gran abogado y cofrade Joaquín Moeckel. Quien suscribe ha presenciado cómo Joaquín solicitó al director de la Real Academia Española Santiago Muñoz Machado que incluyera el extendido ojana en el DRAE. Según mi baremo particular, y siempre al dictado de cuanto uno escucha a pie de tertulia, el cartel, como tal, ha gustado regulera. Es decir: mayoritariamente no. Esto es: no ha satisfecho al pulso de la calle. No como pintura, que doctores tiene la materia -y la firma es de prestigio intachable- sino como anuncio de la Semana Mayor jerezana. En tanto puede tratarse indistintamente de un reflejo interior de la recogida de una procesión extraordinaria o incluso de la finalización de un culto solemne dentro de un templo o de la salida de una Hermandad de Gloria. O para cartel anual de alguno de los excelentes grupos de acólitos que existen en nuestra localidad. O ídem para una exposición de arte cofradiero. O de marketing para publicitar una tienda cofrade…
No sé si se ha desaprovechado la oportunidad que nos brinda siempre la Esperanza en este Año Jubilar. O hasta la preciosa moda -¿tendencia?- de elegir la más angelical presencia humana que jamás conoció la dimensión terrenal de la Semana Santa: los niños. Alguien con salero y bagaje comentó el otro día que el cartel transmite “destrozaera”, cansancio, piernas adormiladas, manos entumecidas con olor a cera de cirio alzado o a repujada alpaca plateada de vara antigua, todo ese agotamiento físico que nos depara la dura prueba de una estación penitencial. Lleva, en parte, razón. Al margen de la sublime sensación que nos concede la panorámica de un templo vacío, silente, tras la recogida de la cofradía, cuando los nazarenos, los acólitos, lo costaleros, los monaguillos, ya se han marchado. Nadie mejor que el recordado Pepe Sánchez Dubé supo reflejarlo en su Pregón de la Semana Santa de Sevilla de 1970 cuando, ya solo ante el paso de palio, elevaría entonces un mudo diálogo hacia el trono de la Virgen de la Estrella.
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