Jerez: Ignacio Rodríguez Leonardo, un cofrade de altura

Ignacio Rodríguez, de pie, tercero por la derecha, en una foto histórica de cofrades del Huerto.
Ignacio Rodríguez, de pie, tercero por la derecha, en una foto histórica de cofrades del Huerto.

22 de marzo 2024 - 05:00

La cristalización de la elegancia personalizada. Como un lord inglés que además ejerce, sin estridencias, de librepensador. Distinguido y estiloso. Tanto en el fondo -todo un decálogo andante de las buenas maneras- como en las formas -jamás sacó los pies del tiesto ni fue pillado en el renuncio de una palabra ni malsonante ni más alta que otra-. Era hombre legitimado por su auctoritas -que es reconocimiento no ligado, per se, a cargo alguno-. Puro Derecho Romano. Nos referimos al cofrade de leyenda Ignacio. Don Ignacio Rodríguez Leonardo, mirada clara y pelo cano. Abrigo largo. Corbatas a la última. Conjuntado a la carta. Sin pretenderlo ni ufanarse de ninguna vocinglería, hablaba despacio e, ipso facto, sentaba cátedra. Era -además de generoso en sonrisas- una enciclopedia de labios diminutos, como de comisuras apretadas, y conversación propia de los siete sabios de Grecia en versión gloriosas tradiciones cofradieras y jerezanas. La nostalgia de las céntricas iglesias de Santo Domingo y San Pedro -y de sus cofrades, que son suma de familias- enseguida se activa con efecto retroactivo. El legado de Ignacio ha impreso carácter en sendas instituciones del Jueves y Viernes Santo. Ignacio jamás fue cómplice de ninguna mascarada. Apostaba por cuanto Manuel Chaves Nogales denominaba ‘la Hermandad en la intimidad’. Y, por añadidura, e incluso por emulación, “la supervivencia de este pequeño mundo del barrio en que se mueve el cofrade y que mantiene la Semana Santa”.

Ignacio destellaba, sin despeinarse, un temperamento calmo. Calmoso. Sosegado. Apacible en su descomunal conocimiento -de caché- de la causa cofradiera. Podría haber protagonizado -sin remoquetes ni necesidad del método o sistema Stanislavski- la celebérrima película de John Ford ‘El hombre tranquilo’. Lo fue -invariablemente- pero no impávido ni pusilánime. Manejaba al dedillo un dinamismo pragmático. De aceituna y huesecillo fuera. A tiro hecho. Empero sin inyectarle prisa -¡ese craso error, esa pulsión absurda!- al reloj de los montajes de altares de cultos, besamanos y pasos. La estética -cuando se posee criterio- también ha de tomarse su tiempo. El sentido de la medida requiere la necesaria medición de las manecillas del reloj cuando de labores propias de mayordomía se trata. La serenidad, por tanto, comparece consustancial al modus operandi de Ignacio, tan derivado de una educación exquisita. Esta moderada imperturbabilidad no menoscabó jamás -sino más bien todo lo contrario- su carismática impronta. Poseía esa virtud innegable que hoy día -en términos de empresa moderna- se denomina liderazgo transformacional. Es decir: la capacidad -creciente- de influir en el progreso, en el contento y en la evolución de aquellas personas con las que trabaja.

Ignacio Rodríguez Leonardo fue un cofrade de altura. Fundador de cofradías, mariano ejemplarizante, dueño de una perseverancia capaz de tumbar los modismos a menudo advenedizos. Sabía, como nadie, doblar los mantos en evitación de cualquier arruga. Dominaba la colocación de los cirios para que ni por asomo se doblasen. Distinguía los estilos. Las idiosincrasias. Tenía muy buen gusto. Un mayordomo paradigmático. Un clásico miembro de la Junta de Oficiales. Un garante ante cualquier decisión de riesgo. Ignacio: toda una institución para las Hermandades de la Oración en el Huerto e igualmente para la de Nuestra Señora de Loreto. Los cofrades de la calle Bizcocheros le otorgaron la máxima distinción de la medalla de oro de la Hermandad. En justa correspondencia a los muchos desvelos que Ignacio siempre concedió a su institución. Es de bien nacidos ser agradecidos. Y tanto el Huerto como Loreto siempre se han caracterizados por honrar a la verdad de la entrega de sus cofrades más destacados. Sin caer en la boutade de las fiebres extemporáneas. Tan es así que en la solapa de sus chaquetas siempre imperaba la insignia de oro de quienes tienen como Sagrada Titular a la Virgen de la Confortación. Encima del capitel de esta columna periodística -tallada en madera de remembranza- colocamos hoy una jarra repujada, de plata de ley, sobre la que se asienta aquella piña de claveles tan de la destreza milimétrica de Ignacio. Nos hallamos a las puertas de una nueva Semana Santa -siempre la misma, siempre distinta-. Nuestra ansia por apresarlo todo -en presente de indicativo- nos impedirá recalar allí donde la historia escribe derecho con los renglones torcidos del olvido o de la amnesia colectiva. Sin embargo los días pasionales nos brindan una oportunidad que ni pintiparada para reubicar o recolocar a quienes nos precedieron en el lugar que, por méritos y por antigüedad, les corresponden. Es decir: en la presidencia del recuerdo permanente.

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