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Que la muerte no es jerezana queda demostrado con el fallecimiento de don José María Ibáñez. De serlo no hubiese propiciado tan guasona faena a la ciudad. Arrebatarnos a don José María es una broma pesada que ni siquiera figura en las anotaciones más cainitas de los apuntes carpetovetónicos. Ni en el formulario de los malos deseos. Y es que por descontado la muerte siempre encontró en don José a un ahuyentador de mano maestra. Mire usted que la Parca procuró colarse de rondón por entre los resquicios anatómicos de no pocos jerezanos de todas las edades y de todas las generaciones, pero aquí se topaba con la espada gladiadora de un médico vocacional que, sin apenas inmutarse, sacaba pecho con el antídoto de un vademécum todopoderoso. La muerte quiso por lo común despistar el ojo avizor de nuestro doctor de la calle Porvenir para ejercer de okupa en el prójimo. Pero la sombra de la bata blanca de don José siempre ha sido alargada. Y ha cubierto -y protegido- con su sapiencia medicinal a ciudadanos más o menos achacosos. Los pacientes pisaban la consulta bien acongojados -hipocondríacos o no- y don José María parecía incontinenti ‘Merlín el Encantador’ de todo diagnóstico siempre certero. Ni alquimista ni impaciente. Clavaba el dardo en el centro de la diana de un examen médico con todos los interrogantes ya resueltos de antemano. Siempre se supo un sabio -inconfeso- adelantado a cualquier etapa. Un pionero, un precursor. No había atisbo de enfermedad que le diera coba. Porque en los ámbitos de la Medicina don José María era más listo que Cardona. Y su dictamen, la purga de Benito. El catón de las recetas milagrosas. Los hijos de Jerez tuvieron en él un ángel de la guarda frente al ángel exterminador de los achaques que enseguida, calle Porvenir arriba, se desmoronaban como un castillo de naipes a la intemperie del Levante.
Don José María transmitía seguridad a fuer de confianza. Bajito de estatura. Bueno como el pan. Cachet personal. Hablaba despacio. Con tono asertivo, reposado. A veces encogía la silueta tras el frontispicio de su maciza mesa de madera. Entonces se tornaba, sólo en lo físico, diminuto de notoriedad. Demasiado humilde para su gigantesca envergadura profesional. Nació para servir a la Humanidad local. Era como un sanador de almas. Su deontología abarcaba lo inalcanzable. Siempre he creído a pies juntillas que poseía dotes divinos para el ejercicio de su labor, de su misión, de su encomienda vital. Y no por un sexto sentido innato ni como respuesta a su actualizada formación continua -siempre renovándose, siempre investigando al pie del cañón, siempre leyendo- sino por una natural o incluso connatural inclinación a la auctoritas romana sobre el dominio tutelar de la materia en cuestión. Don José María era dueño de la piedra filosofal de la curación sin alambiques ni recovecos. En la Galia hubiese descubierto el secreto de la pócima mágica antes que Panoramix para ovación general de los habitantes de la aldea de Astérix y Obélix. Su imaginación volaba como la capa de Superman. Su afabilidad tendía redes de empatía, como un inclasificable Spiderman de la farmacología. Nunca se derritió como el Hombre de Arena frente a las dificultades curativas de algún cliente, dicho sea entre las comillas del oficio carente de autobombo. Al menos en el benefactor caso de don José María, quien, a sabiendas a menudo de las estrecheces económicas de no pocos de sus visitantes, cobraba cero pesetas o ídem en la era del euro y además, por si fuera poco, regalaba bajo cuerda las medicinas necesarias para aliarse de nuevo con las constantes de la salud. Magister et amicus.
Don José María Ibáñez García de Movellán, un santanderino que aterrizó en esta Muy Noble tierra a cortísima edad merced a sus padres, estudió el bachillerato en los Marianistas para de seguido ingresar en la Facultad de Medicina de Cádiz. Ya en la década de los 60 del siglo pasado instaló su consulta en la visitada calle Porvenir. Años más tarde fijó el domicilio personal cuatro pasos a estribor. Puerta con puerta, pared con pared. Don José trató a pacientes bebés desde su nacimiento. Y no los soltaba así quemaran etapas. Y, cayendo hojas del calendario, años, también acogía a los hijos de aquellos niños ya adultos que seguía atendiendo impertérritamente. Conocía al dedillo los problemas de todos sus pacientes y el consiguiente árbol genealógico. Cuando un jerezano aquejado de dolencias de cualquier tipo se acercaba a su buen recaudo, don José le preguntaba, de entrada, por todos y cada uno de los miembros de la parentela. Cuando cerraba a diario su consulta ponía pies en polvorosa para visitar, casa por casa, aquellos pacientes ya imposibilitados para el desplazamiento por sí mismos.
Explicaba el concepto de la salud como una ganga al alcance de todos. Jerez tiene una asignatura pendiente con su legado y, consiguientemente, con su memoria. Estoy bien lo saben miles de jerezanos. Manuel Muñoz Natera por ejemplo, quien procuró un merecido monumento en su honor. Nunca será tarde si la dicha es justa. Don José María ha salvado muchísimas vidas. Y ha inyectado felicidad por doquier. Ya don José María no se encuentra entre nosotros. ¿Por quién doblan las campanas? La muerte -¡esa intrusa!- no es de Jerez. Esto no se le hace a los jerezanos, por Dios bendito…
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