El balcón
Ignacio Martínez
Negar el tributo y lucir el gasto
Esta semana ha llegado a mis entendederas una intrahistoria que me ha arrugado el alma. Qué verdad es que el hombre se empecina en tropezar por enésima vez con el mismo pedrusco. Obstinados que somos con autoimponernos la ley draconiana de la reincidencia en cuestiones del ande yo caliente y ríase la gente. Pongámonos en situación (para así levantar la liebre y la veda): la injusticia es piedra de escándalo -ha de serlo- cuando afecta a personas indefensas de irreprochable conducta y edad de oro. Nuestra protagonista es Rosario: una señora buena de condición, noble como pocas, entrañable hasta las sucesivas medias circunferencias blancas de su roete. A duras penas avanza apoyada en un bastón grueso de madera color cárdeno…
Sus movimientos son lentos, no cansinos pero sí gastados por la mansedumbre de los años. Tiene algo de abuela Tecla y también de Santa Ana. Destila una especie de bondad más divina que humana. Su jersey de croché huele a impotencia. Las retinas -monóculos azulados- se duchan con el vidrio acuoso de la nostalgia. Para describir con precisión su generosidad tendríamos que gastar saliva al por mayor. Aunque esto, a pitón pasado, sería como gastar pólvora en salvas: léase: disparar bonanzas al aire de la tierra de nadie.
Es nonagenaria. Posee una privilegiada memoria fotográfica. La vida siempre le asestó en falso. Ella, viuda hace la de Noé, sacó pecho al entuerto de la mala racha. Ora et labora, sin descanso. Amar es el verbo que figura en el frontispicio de su diccionario. Todo a cambio de nada es el lema que preside el marketing de su filosofía vital. Ha sido desahuciada por error. A sus noventa y tantos años. Protestó sin posibles. Solicitó clemencia. Pero la administración tan sólo habló por el hispano “vuelva usted mañana” tan de Larra y tan de ahora.
Desahuciada por error. Por error judicial. Tendría que haber sido su vecina la desahuciada y no ella. Al fin se destapó el fallo no técnico pero sí inhumano. Estos días atrás ha regresado a su casa de siempre con los ojos llorosos, como un desagüe de pestañas mojadas por las humedades del peor sofocón.
Contra todo pronóstico la vuelta al domicilio particular ha añadido mohína a la harina del disgusto. Ha descubierto que la casa está prácticamente vacía de pertenencias. Desmantelada. Ya es punto menos que imposible recuperar nada. Todo se ha ido al traste, al detritus de la gatera del adiós. Cuanto para ella contenía un inmenso valor sentimental fue depositado en los contenedores de lo inexistente. ¿Quién lo hizo? ¿Las manos anónimas del silencio administrativo? ¿Quién fue quién para cuantificar la importancia del inventario de bienes de esta señora inocente e inocentona a partes idénticas?
El patrimonio de toda una vida ha desaparecido en el ínterin. En las vacaciones forzadas por las tragaderas del entuerto. Rosario no duerme cuando la madrugada hace acto de presencia con sus sombras de pesares. Las costillas entonces se le revuelven en el estómago. La mente desciende a los infiernos de un tristeza con ronchas de sal. Y el insomnio comienza a sollozar… a lágrima tendida. Apenas una vitrina vieja, un aparador modesto y los muebles pelados de la cocina… El resto, cal y oquedad.
En las paredes rebotan ecos de tenebrismo. Nuestra abuelilla llora la pérdida de sus dos tesoros más preciados: una fotografía -el único retrato- de su marido -¡no tenía ningún otro!- y un fajo de folios donde manuscritamente estaba redactando el libro de la historia de su vida. Toda una existencia en negro sobre blanco, a mano, con frases cortas y sentimientos largos. ¿Por qué al menos no devolvieron esa escritura biográfica? Sólo el cielo lo sabe, por decirlo con título de película de Rock Hudson. Mi homenaje en estas fechas del Día el Libro a este aborto que, predestinado para best-seller, fue a parar al fondo del cubo de la basura del peor asesinato literario.
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