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Vía Augusta
Alberto Grimaldi
Binomio maldito
Había asentado domicilio -tiempo ha- en el inicio de la diástole de la calle Larga. Pongamos que hablamos de un inmueble a tiro de piedra de Joyería Mónaco. Manuel Barea Rodríguez, a comienzos de los años noventa, era una persona entrada en edad, octogenario, aunque ello no restara un ápice de intensidad -ni de vitalidad- a la fortaleza de su carácter risueño. La juventud -in hoc signo vinces- es un estado mental. Parecía como el joven de la ‘Elegía V’ de Rainer María Rilke: “Lleno a reventar de músculos y sencillez”. Un hombre mayor pero no vetusto. Delgado pero no famélico. Ni torre ni de baja estatura. Canas plateadas, como condensando el cabello -tan repeinado- un fulgor de alpaca de solemnes brillos. Erguido. Cumplido y cumplidor. Manuel Barea fue todo cuanto -en sentido estricto y en sentido lato- se conoce y reconoce como un señor -no de Jerez de los Caballeros sino de un Jerez de los caballeros-. No necesitaba, en lo personal, considerarse un factótum ni pertenecer a ningún lobby. Siempre sostenía temas en proyecto cuyas gestiones acometía con determinismo. Tareas que, como dijo Ramón Gómez de la Serna de Lope de Vega, “reanudan la vida, porque están ahí sin desenlazar, eslabonando de nuevo la vida que amanece con la vida pasada”. El movimiento cotidiano, el dinamismo de Manuel otorga a su fuero interno agenda y esperanza.
Elegante y pulcro en el vestir. Corbata y botón central de la chaqueta ajustado a la altura del ombligo. Fue un jerezano muy notable para con el Hogar de los Pensionistas, sita en la calle Caballeros. Otro fulgor, otra época. Manuel Barea Rodríguez era de sobras popular -y estimado- por su amor y su afición a los pájaros. En los círculos cercanos sería conocido no con el sobrenombre pero sí con la significación siempre afectiva de “Manolo el de los pajaritos”. También en esto -y no sólo por su pertenencia a la Hermandad de las Cinco Llagas, de cuyo censo de hermanos ocupó y mantuvo el número 4 de antigüedad- podía considerarse franciscano. Formó estimada familia: mujer y tres hijos. Destacó como agente comercial colegiado. Los agentes comerciales entonces tenían por patrona a María Santísima de la Esperanza, titular mariana de la antes referida cofradía de la Madrugada Santa. En la corporación nazarena Manuel Barea estrechó vínculos de amistad con Manuel Martínez Arce, José Soto Ruiz, Ramón y Manuel Guerrero González y Manuel Tamayo Merino. Siendo hermano mayor de la institución Juan Lupión Villar, en su primera etapa como máximo dirigente del Silencio Blanco, se le tributó un merecido homenaje. Recibió, jubiloso, la noticia con sorpresa y humildad. Manolo se sintió feliz y emocionado en aquella soleada mañana de Función Principal de Instituto.
En entrevista concedida a su tocayo Manuel Barbadillo, incluida en el libro de éste, ‘Jerez de la Frontera en el año 1980 -contaba Manuel Barea 71 años-, rememoró cuando, siendo zagal -por usar tan castizo calificativo-, la ciudad presentaba connotaciones ciertamente entrañables: “Recuerdo la Alameda Vieja, que durante el verano se enriqueció con una fila de sillas, donde se sentaban las señoras con sus hijas casaderas a hacer punto y demás filigranas domésticas. Entonces los muchachos nos dedicábamos a buscar compañía femenina y a pasar solamente por el centro de la alameda, dándose el caso curioso de que los muchachos, que no tenían amigas, venían todos a dar su paseo habitual alrededor de los jardines del centro, donde tropezaban al fin con las muchachas huérfanas de compañía”. En el diálogo con Barbadillo, con una precisión de memoria fotográfica, Barea hacía alusión a los teatros y cines de su adolescencia y primera juventud: “El Teatro Eslava, el Salón Jerez, luego se construyó el llamado actualmente Teatro Villamarta. Y, de cines, durante el verano, El Alcázar, con las siguientes características respecto a las entradas: una de ellas era la llamada de preferencia, con butacas de madera, protegidas por un toldo; la segunda, llamada de consumición, daba derecho, aparte de entrar, a un café; y la tercera y última, dedicada a la infancia, tenía la característica, simpática y extraordinariamente original, de que las figuras cinematográficas se veían bien, pero los letreros aparecían todos totalmente al revés”.
Manuel Barea fue un defensor/admirador del edil jerezano Juan del Junco. Y un adelantado en el concepto de cuanto hoy empresarialmente, en términos de marketing y valor de marca, se denomina como “remitido”. Esto es: el comentario favorable boca-oreja. En lo tocante a las fiestas y eventos de Jerez siempre pensó que “lo que hay que hacer, sencillamente, es dar a conocer, fuera de aquí, el programa de nuestros festejos tradicionales; seguro que, al verlos y disfrutarlos prácticamente ellos mismos (los viajeros) serán los mejores propagandistas”. Manuel Barea propugnó la unión de los jerezanos. Hizo ciudad -con afán de servicio-. Quiso a los demás como a sí mismo. Como un facsímil anónimo de la entrega al prójimo. Manuel Barea Rodríguez te mostraba su afecto a las primeras de cambio. Dejó huella en su camino, que machadianamente construyó al andar. El porqué de las cosas no se somete, como condición sine qua non, a una causa predeterminada. Por esta lisa razón -tan planchada como las camisas de Manuel Barea- hoy rendimos tributo a quien fue, por encima de otras plausibles características, un bien nacido.
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