Jerez Íntimo
Marco Antonio Velo
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Jerez íntimo
Jerez/Hay quienes sostienen que la muerte es la encargada -insomne- de dar cuerda al insondable ciclo de la rotación humana. Empero Joaquín Romero Murube opinaba que dicha misión quedaría reservada -honni soit qui mal y pense- a las lluvias, “porque todos cumplimos años de madurez por los otoños”. Así al menos vino a constatarlo en su texto ‘Scherzo en el aire de Tosantos y los difuntos’ para, a renglón seguido, asociar dos aseveraciones bajo una misma faz: “Tosantos y los Difuntos marcan en el calendario del alma una grieta de intimidad sin límites. Nos acercan al hondón de nuestro origen y a esa alucinante parcela de tierra que nos aguarda para el abrazo final”. En este lunes 24 de junio la escritura de Murube nos alimenta como una especie de guarnición con sabor a cebolla caramelizada, siempre según “el estival encanto de su umbría”. Para los cristianos la muerte ni por asomo -o ni modos, como dirían en México- es el final. Bien al contrario: de la explosión del natalicio a la implosión de la muerte siempre como tránsito. Este sendero es armonía melódica al dictado de la letra de la bellísima canción que -tras perder al joven organista de su parroquia, Juan Pedro, con apenas diecisiete años de edad- creara el sacerdote Cesáreo Gabaráin al efecto de una composición adaptada posteriormente por las Fuerzas Armadas de España como himno a los caídos: “Tú nos dijiste que la muerte/no es el final del camino,/ que, aunque morimos, no somos/ carne de un ciego destino”. Sí, cuando la pena nos alcanza por el hermano perdido…
Somos -in fine- mucho más que materia. Aquí procede repasar -full time- la obra de santo Tomás de Aquino. Leamos o releamos, en este sentido, la ‘Summa contra gentiles’ -concretamente el libro IV, capítulo 79-. O el escrito poemático que nos sitúa junto a Henry Scott Holland, san Agustín y Charles Peguy: “La muerte no es nada, sólo he pasado a la habitación de al lado. Yo soy yo, vosotros sois vosotros. Lo que somos unos para los otros seguimos siéndolo. Dadme el nombre que siempre me habéis dado. Hablad de mí como siempre lo habéis hecho. No uséis un tono diferente. No toméis un aire solemne y triste. Seguid riendo de lo que nos hacía reír juntos. Rezad, sonreíd, pensad en mí. Que mi nombre sea pronunciado como siempre lo ha sido, sin énfasis de ninguna clase, sin señal de sombra. La vida es lo que siempre ha sido. El hilo no se ha cortado. ¿Por qué estaría yo fuera de vuestra mente? ¿Simplemente porque estoy fuera de vuestra vista? Os espero. No estoy lejos, sólo al otro lado del camino. ¿Veis? Todo está bien”. La muerte también es muestra de condolencia, arropamiento emocional, calor y cobertura fraternal, para con los familiares que lloran la despedida de un ser querido. Los jerezanos siempre han sabido estar a la altura de un hecho luctuoso…
Estos días de sol apretón -como el ligero sofoco de la temperatura ambiente- un nombre de mujer -escueto de sílabas pero inmenso de trascendencia- ha permanecido en los labios -adoloridos- de la sociedad jerezana: Ana Fontán. Resulta imposible argamasar -a golpe de teclado- las palabras necesarias -las frases justas- que, a modo de glosa descriptiva, expliquen la modélica, la magistral discreción que coronó -de la cuna a la sepultura- la existencia de esta joven mujer elegante y bondadosa, prudente y cercana, siempre ajena a toda pretensión de notoriedad. ¡Qué ejemplo el de Ana -su modestia, su connatural humildad- para los tiempos que corren (donde ‘Las apariencias engañan’ -por expresarlo con título de la célebre película dirigida por Greg Mottola- y a su vez donde todo se supedita a la proyección falseada de la vida personal ante ‘La mirada del otro’ -por concretarlo con título de novela de Fernando G. Delgado premiada con el Planeta 1995-)! Ana siempre fue verdad y nunca escaparate. Paradigma de sencillez que enseguida trasladaba a través de la fuerza y la fortaleza de su mirada de ojos grandes, tan expresivos…
En Jerez se quiere y se aprecia muchísimo tanto a la familia Fontán -¡un abrazo, Juanjo!- como a los Abrines. Federico Abrines y Ana formaron un matrimonio digno de los mejores elogios. Federico y su carácter risueño, de sonrisa abierta y expansiva, todo derroche de empatía y amabilidad, exquisito de formas. Nunca un sí ni un no sino modestia y cariño. Profesionalidad en cantidades industriales. Ana y Federico derrochaban amor, complicidad, alquimia: felicidad real sin impostaciones ni torceduras. Si me retrotraigo a mi memoria de niño, Federico era el joven -cámara de fotos en ristre- de aquella histórica Junta de la Hermandad de la Vera-Cruz integrada entonces por los Juan Torreira Vaca, Joaquín y Jesús Peña Cala, Juan María y Rafael Vaca Sánchez del Álamo, Francisco Rodríguez Romero, Luis M. Paz Coiras, Diego Ruiz Pérez… En el citado tema musical ‘La muerte no es el final’, y tratándose en este caso de Ana, también podemos escuchar: “En Tu palabra confiamos en la certeza que Tú ya la has devuelto a la vida, ya la has devuelto a la luz”. ¡Ana, que ha fallecido a la edad de 57 años, descansa ya en la paz que ella siempre supo transmitir a todos los suyos! ¿Verdad que sí, Eugenio Camacho?
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