Jerez: cuando Sebastián Argudo ‘Urbano’ afirmó que “toda la ciudad es capillita”

Jerez íntimo

Cruz de Guía de la Hermandad de Pasión.
Cruz de Guía de la Hermandad de Pasión.

04 de septiembre 2024 - 02:07

Desde noviembre de 2019 el adjetivo ‘capillita’ figura en el Diccionario de la Real Academia Española (DRAE). El uso de esta voz extendida no permitía ya más demora para su imprimátur por la Asociación de Academias de la Lengua Española -Asale-. Los cofrades suman legión de hispanohablantes. O, por mejor decir, pluralicemos: legiones romanas de la Bética siempre con el Senatus alzado en los primeros tramos de la salvaguarda de las expresiones cofradieras. La acepción de ‘capillita’ que admiten los ilustrísimos académicos no se enjuaga ni se enjuga en contextos peyorativos. Busquen y lean. Por ende: la terminología no calza con tintes despectivos ni con soflamas más próximas a la mofa que a la mera exaltación. Capillita, a juzgar por el criterio autorizado de los sucesores del marqués de Villena, es un cofrade entusiasta -definición loable de otra parte al emparentarse el entusiasmo (y no la laxitud) a todo seguidor de Cristo-. Jerezanos que han peinado la plata de un pelo canoso de sabiduría contaron a quien suscribe cómo el reputado periodista Sebastián Argudo Rivero -a menudo firmando durante la década de los 50 y 60 con el entonces celebérrimo pseudónimo ‘Urbano’- comenzó a extender coram populo, a partir del Domingo de Ramos de 1953, su aseveración de ida sin vuelta: “Toda la ciudad es capillita”. ¡Ahí quedaron los cuatro zancos de la certeza local sobre el mármol de un templo ciudadano con olores de azahar y con loores de promesas por amor al Mejor de los Nacidos!

La afirmación de Urbano no delataba ninguna generalización baladí. Cuanto dijo -en sentido lato y en sentido estricto- acentuaba -o pretendía acentuar- el carácter identitario de los jerezanos. A la raíz por el léxico. Sin ánimo de pontificar en tono enfático ni de dogmatizar a ras de aquella afectación que lindara entre lo volátil y lo inverosímil. Otro cantar es cuanto los gramáticos llaman énfasis acentual. Urbano conocía al dedillo las claves de la ciudad. En Jerez, además, no subyacía hace setenta años una subterránea conformación ambiental. Capillita emanaba de un código emparentado a la alteza de miras. Los enemigos de los cofrades se alinearían antaño en un minúsculo grupo de no creyentes que menospreciaban estas gloriosas tradiciones heredadas además de nuestros mayores. No sólo faltaban el respeto -siempre agazapados en trincheras de estraperlo- a la propia Fe del prójimo sino que, a más inri, dotaban de un significante despreciativo -e incluso degradante (por no decir sangrante)- a palabras integradas en los diversos campos semánticos que configuran el rico vocabulario cofradiero. Peregrina burla a rienda suelta….

Andando el tiempo -finales de los setenta, principios de los ochenta- ‘Capillita’ sirvió de conejillo de Indias para el desdeñoso habla común de los anticofradieros. Los sistemáticos refractarios de las hermandades no quieren mostrarse por norma lisonjeros. Los más radicales sí suelen meterse en camisa de once varas -de ahí que comúnmente se queden cortos por defecto, habida cuenta una cofradía posee más de veinte (varas, o sea insignias, quiero decir)-. El significado de ‘capillita’ -tuneado a bocajarro- quedó colocado -a la fuerza, ahorcan- sobre los estantes de la fe vergonzante… Hasta el punto de saltar a la palestra del mercado discográfico una sevillana valiente que, sacando pecho jamás a la defensiva sino más bien a la ofensiva- cantaba aquello de “Capillita,/ tú me llamas capillita,/ pero nunca podrás evitar/ que vea una bambalina mecerse/ y me ponga a llorar”. ‘Los del Guadalquivir’ no capearon el temporal pero sí pusieron algunos puntos sobre íes.

No como diminutivo de capilla ni a tenor de la mencionada connotación peyorativa antes mencionada: Capillita, en la voz y en la escritura de Urbano, como cronista que reflejaba fidedignamente el pulso de la calle, como transmisor del sentimiento de los jerezanos, alude al cofrade comprometido que además se muestra activo en pro de las Hermandades por vocación y por condición. En este sentido no es descartable dedicar una segunda lectura a obras como ‘Semana Santa en Sevilla’ de Eugenio Noel, ‘Divagando por la ciudad de la Gracia’ de José María Izquierdo o ‘El capirote’ de Alfonso Grosso. Es necesario despojar de popularismos un término apropiado chistosamente -y no a la chita callando- por laicos deslenguados. Y así no renegar de su pronunciación, aunque suene incluso arcaizante. Y esto sin desmerecer al hermano mayor terminológico de su sinónimo: cofrade. ¿Posiblemente naciera la adjetivación capillita más bien como sustantivo allá por los años treinta a partir de un neologismo por vecindad en la geografía de Andalucía Occidental? Cuando Urbano comienza a extender el término en la ortodoxia que marida el idioma con la ciudadanía no está sino asentando un dominio preciosista sobre el habla y su escritura. Sí: el orgullo de esta rica y bendita habla andaluza.

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