Joseph Conrad, un centenario

La ciudad y los días

03 de agosto 2024 - 03:05

Jess, esta mañana me encuentro mejor, dijo con voz entrecortada… Luego soltó una risilla y añadió en tono alegre: saber que estás ahí basta para animarme… Mascullé un ferviente ‘gracias a Dios’ y, en voz alta, le di los buenos días, procurando sonar alegre… Al cabo de unos minutos le escuché tamborilear sobre el brazo de la silla, un sonido familiar, seguido de una tosecilla, y de nuevo el soniquete de los dedos. Entonces se oyó una voz sofocada, que decía: ‘aquí… tú’, seguida de un confuso sonido, como si un fantasma se hubiese desplomado en el suelo. Por último, el silencio”. Así cuenta Jessie, su esposa, en sus memorias Joseph Conrad y su mundo (Sexto Piso Ed.), la muerte de Joseph Conrad el 3 de agosto de 1924.

Murió solo, aunque en ese momento estaban en su casa de Bishopsbourne (Kent) su ayudante Richard Curle, su hijo Borys y Jessie, recluida en la cama tras una operación. Trabajaba en su última novela, Suspense. Fue enterrado en el cementerio de Canterbury “donde le dejamos –escribió su amigo Cunninghame Graham– con las velas bien enrolladas, los cabos bien atados y el ancla hundida en la amable tierra de Kent. Si le entrara la añoranza del mar, las gaviotas le traerán noticias de allende los océanos, al volar sobre su tumba”. En la lápida se fundieron –con una errata– el nombre inglés con el que firmó sus obras y el polaco: “Joseph Teador [en vez de Teodor] Conrad Korzeniowski”. Y se grabaron estos versos de Spenser: “El sueño tras el esfuerzo, / tras la tempestad el puerto, / la calma tras la guerra, / la muerte tras la vida / harto complacen”.

Aunque un año antes de su muerte hizo una gira triunfal por Estados Unidos, su obra no fue popular –solo tuvo un gran éxito de ventas: Azar– pero sí admirada por críticos y escritores. Hubo pocos obituarios en la prensa inglesa, uno de ellos de Virginia Woolf. Francia fue más generosa: en diciembre la prestigiosa Nouvelle Revue Française publicó un volumen homenaje con textos de su amigo y traductor André Gide, Galsworthy, Valéry, Kessel o Maurois.

En 1914 el joven crítico Richard Curle, que sería uno de sus más íntimos amigos, había escrito en el primer libro dedicado a él: “La obra de Conrad marca una nueva época. Una vez que su sol haya salido ya no se pondrá. No quiero decir que llegue a ser popular, sino que será venerado”. Acertó. Faulkner, Borges, Bioy Casares, Benet, Marías o Vásquez lo corroboran.

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