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-Nos vamos mañana a la playa, Gabriel –dijo Mencía–. Cuando vuelva, a ver si me llevas a tirar avutardas.
–Hecho, mi niña –así la llamaba desde siempre Gabriel–. Cuando volváis, cuenta con ello.
Dio un suspiro y exclamó:
–Así que os vais a la playa… ¡Qué suerte ver el mar!
–¿Pero tú no lo has visto nunca? –preguntó Mencía–.
–¿Yo? En mi vida. La Felipa –mi mujer, no mi hija– lo vio una vez cuando servía a la viuda de Villacid, pero, por mucho que yo le insistía, no era capaz de contarme cómo era. Nada más decía: “mu grande y mu brillante”, pero de ahí no salía.
Mencía se despidió de él y enseguida se dirigió a hablar con su padre para pedirle que llevaran con ellos a Gabriel.
En otro momento el marqués no hubiera accedido jamás, pero como aún le duraba la alegría de que se hubiera acabado la filoxera aceptó.
Nada más llegar al pueblo, Mencía fue a buscar a Gabriel para llevarlo a la playa y que viera el mar. Cruzaron la calle Real y se adentraron en El Tabal, el barrio de los pescadores. Mencía conocía a muchos de ellos. Le gustaba hablar con aquellos hombres que, descalzos y sentados en la acera arreglando redes, hablaban, desde su pobreza, con la elegante indiferencia de un diplomático mundano y corrido, de lugares inimaginables para Mencía: el malecón de La Habana, las mujeres de Filipinas o el mercado de marfil de Guinea.
Llegaron a la arena y Gabriel se quedó parado en seco. Enfrente de ellos se extendía el mar rizado de olas, llenando la arena de cachones.
–¿Qué te parece? –le preguntó Mencía–.
Gabriel no contestó. Seguía mirando aquella inmensa superficie en continuo movimiento. Al fin se colocó la mano abierta sobre las cejas, a modo de visera y dijo:
–¡Cualquiera sabe las fanegas que tiene!
Iba Mencía a soltar una carcajada, cuando oyó que le preguntaba:
–Mi niña. ¿Y después del horizonte qué hay?
–Otro horizonte, Gabriel.
–¿Y después?
–Pues otro.
Gabriel repitió otra vez más la pregunta y Mencía le contestó lo mismo. Él sacudía la cabeza, diciendo “Ofú” cada vez, pero no cejaba en su curiosidad y volvió a preguntar:
–¿Y después de ese horizonte qué hay?
Mencía estaba intrigada por aquel raro interés de Gabriel por los confines del mar y contestó:
–No sé, Gabriel. Yo creo que América.
Gabriel la miró asombrado. Empezó a contar con los dedos y dijo con cara de pasmo:
–Cuatro horizontes y América… Pá mí que América estaba más lejos.
Ahora sí que Mencía no evitó la carcajada. Aquel Gabriel de tierra adentro no podía comprender que el horizonte del campo, formado por lindes medidas y vecindades inmediatas, no aguanta comparación con el del mar.
Esta historieta inocente se contó durante generaciones en la familia de los San Juan de Aliaga.
Los días siguientes los pasó Mencía asistiendo a fiestas y excursiones, pero no dejaba de pensar en Jacobo. Le llegaba a gritos desde lo hondo la duda de si la había olvidado o no, pero ella arrinconaba el corazón para no oírla y seguir sorda.
Corrían los primeros fríos del invierno, cuando el marqués dijo que al día siguiente volvían a ‘Lavapájaros’.
Llevaba ya la familia varios días en la finca cuando una mañana, mientras Mencía cabalgaba con Álvaro por la Majada de los Machos para fijar los puestos de la batida de perdices que se celebraría, como era costumbre, a mitad de las navidades, él le dijo:
–Ayer me llegó una carta de Inglaterra. Me han aceptado como ingeniero en prácticas en un centro de experimentación agrícola. Tengo que firmar tres años al menos de contrato. Para mí es muy importante porque en ese centro se está desarrollando la investigación de nuevos fertilizantes para el campo, sobre todo nitratos y fosfatos. Tiene razón mi padre cuando nos ha insistido tanto en que en ellos y en las máquinas está el futuro de la agricultura. Con la aplicación de la ciencia y la tecnología, el campo se está pareciendo cada vez más a la industria.
Se la quedó un momento mirando y le preguntó torpeando:
–¿Estarías dispuesta a… casarte conmigo y… acompañarme a Inglaterra?
Ella se quedó sumida en un silencio hondo. No sabía qué responder a aquella petición inesperada.
–Me estás proponiendo –contestó– un cambio completo de mi vida. Tengo que pensarlo, Álvaro. Déjame que te conteste mañana.
Volvieron los dos al caserío en silencio. Él, atento a las laderas y lentiscales que sobrevolaban los bandos de perdices camino de la dormida; ella, meditando las palabras de Álvaro. Se sentía el corazón colmado de oro puro.
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