Gafas de cerca
Tacho Rufino
Ésta la paga mesié
Tierra de nadie
Gustamos de dividir el tiempo en pedacitos, como si de este modo pudiésemos tener un cierto control sobre él.
Contamos nuestras vidas en años, éstos los troceamos en doce divisiones que, a su vez, partimos en cuatro semanas, diseccionadas en siete días cada una. Pero eso no es todo: los días los separamos en horas, que se llenan de decenas de minutos y estos de muchos segundos. Todo este galimatías para intentar “medir” un tiempo que se nos escapa y nos puede.
Si echamos mano de la memoria que en realidad nos importa, que no es la cuantitativa si no la cualitativa, comprobaremos que los recuerdos que nos hacen sentir vivos no están sujetos a minutos, horas, semanas o años; lo están a sentimientos.
La vida, además del casi inasible presente, tan efímero y fugaz que no tenemos tiempo para darnos cuenta que lo estamos viviendo: el momento del que queremos ser conscientes, ya es pasado cuando la conciencia de él nos llega; la vida -decíamos- es también memoria, pues sin ella no sería posible tener noción de quien somos: necesitamos recordar para poder aprender, es imprescindible para ser capaces de reflexionar y meditar, pues hacerlo implica comparar, y comparar … ¿con qué?, si no tuviésemos memoria todo lo conocido pasaría, al instante, a ser olvido; no sería posible la ciencia ni la filosofía ni la sabiduría. Es esa memoria cuantitativa que usamos para aprender y así poder leer, escribir, hablar y todas las demás acciones cotidianas que con habitualidad realizamos.
Sin embargo, los recuerdos que nos hacen ser humanos, no desde la perspectiva antropológica, desde luego, pero sí desde la emocional; esos recuerdos duermen en una memoria que no usamos para aprender, acumular datos o guardar cualquier tipo de información específica o tangible, se trata de una memoria cualitativa, a la que sólo tienen acceso sentimientos, emociones e ilusiones.
Y les decía al comienzo, que los humanos nos empeñamos en clasificar nuestro tiempo con una especie de obsesión por mantener franco el acceso a los hechos o las cosas que pensamos nos hacen sentir “vivos”. Sin embargo, esos recuerdos que nunca se borran, esos trocitos de pasado que hacemos siempre presente, no se encuadran en un día concreto dentro de un determinado mes de cualquier año, pues no tienen fecha escrita en ese calendario sin el que parece no sabemos vivir. Ellos “viven” en esa otra memoria: la emocional, la que hemos llamado “cualitativa”. Son intangibles, les podemos llamar ideas, sentires, sensaciones o emociones, es decir: los que nos hacen ser lo que somos: humanos.
Viene un “año nuevo”, de esos que sí se marcan en el que parece imprescindible calendario, pero habría que decir “un año más”, pues lo “nuevo” que en verdad llegue o lo “viejo” que siga quedando, no lo vamos a ver en Enero ni en Julio, ni en la primavera que venga o en el invierno que llegará. Ocurrirán cosas en unos días y sucederán otras en otros, pero, aunque nada permanece porque todo cambia, nada cambiará demasiado, seguiremos entre luces, más o menos brillantes, y sombras, poco o muy oscuras, y muy poco más.
Sin embargo, si destapamos el baúl en el que guardamos esa memoria que nos salva del circunstancia que no queremos, si los recuerdos, queridos y soñados, siguen siendo parte de nuestro día a día; si tenemos ilusión por la vida, sentimos emoción por vivir y mantenemos el deseo de sentir; entonces el brillar de las luces se impondrá a la triste penumbra que se esconde en las sombras.
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