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Hace ya muchos años, demasiados, tuve la oportunidad de ver mucho fútbol en Inglaterra, y una de las cosas que me sorprendía es que los ingleses no llamaban a sus campos por los nombres de sus respectivos próceres, como aquí (Sánchez-Pizjuán, Villamarín, Bernabéu, los entonces Calderón o Luis Casanova…), sino que recordaban sobre todo barrios o calles, algunos de una sonoridad gloriosa como Old Trafford o Anfield Road. Cierto es que la dinámica mercantilista ha derivado hacia el uso de nombres comerciales o de patrocinadores, pero ellos, tan suyos, nunca tuvieron la tentación de honrar a sus más que conocidos dueños en los neones del estadio, que sigue teniendo ese aire como de templo sagrado para el ritual de la tribu.
Viene lo anterior a cuento de esa tendencia actual de ponerle el nombre de una persona a todo, desde renombrar una calle a bautizar unas instalaciones deportivas, pasando por la última moda, la nueva rotulación de espacios públicos estrechamente vinculados con el entramado urbano y sentimental de la ciudad, como pretende el Gobierno rebautizando cada estación de ferrocarril con un nombre de mujer. La cuestión se complica cuando el nombre elegido es el de una persona recientemente fallecida, y que además no concita el mínimo consenso, como es el caso de la escritora Almudena Grandes para la estación de Atocha.
Nadie duda que Almudena Grandes es una buena escritora, incluso una gran escritora si le aplicamos un complaciente beneficio de la duda, con base sobre todo en sus muchos lectores, pero no hay que ser un lector voraz de Alfonso Ussía para concluir que se trata de una decisión unilateral y arbitraria, con cierto aire además de ajuste de cuentas por aquel rifirrafe a cuenta de su nombramiento como hija predilecta. Puestos a elegir un nombre de mujer, escritora y por supuesto de izquierdas, se me ocurren a bote pronto varios con más consenso que el de ella.
Pero lo triste es que nunca hubo que llegar hasta ahí. Como en el caso de la mítica estación madrileña u otros espacios públicos de referencia, de cualquier lugar, lo deseable es que los lugares sigan manteniendo sus nombres históricos por los que todos los reconocen, sin caer en decisiones forzadas tomadas sin criterio que además se pueden revocar mañana, creando una polémica artificial que a nadie beneficia, empezando por la memoria de la persona presuntamente agraciada por la medida.
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