Carmen Oteo / / /

De la mano

Tribuna libre

30 de noviembre 2013 - 01:00

AL morir ha dejado de herencia apenas tres principios. Uno, que el dinero no es lo importante; otro, que debemos saber quiénes somos para intentar entender el mundo y, eso, sólo nos lo enseña el arte y; el tercero, que la fe es el asidero de la vida.

Me enseñó a mirar. Puso ante mis ojos el sufrimiento y la grandeza que toda verdadera creación encierra. Me hizo respetar y a admirar a los artistas, comprender sus obsesiones e inseguridades. Me paseó por estudios, talleres, tertulias y museos, no para que fuera culta, sino para que fuera sensible.

Se enorgulleció cuando me vio sentarme en un escalón y llorar ante un cuadro porque sabía que había descubierto el estupor, la emoción que sólo el arte produce.

Me insistió en que el saber jamás puede ser alarde, ni vanidad, ni ambición. La cultura es un poso íntimo de aquello que nos va quedando después de haber visto, haber leído y haber vivido sin reservas, a la intemperie. La cultura no es nata, es zurrapa. Nunca será lo que flota sino lo que reposa, un rescoldo que nos debe hacer no más sabios sino mejores. La erudición por sí misma aburre y no sirve para nada de nada.

Me dio algunas claves sociales, pocas, para manejarme con cierta soltura y me enseñó a disfrutar de un gran restaurante y de una tostada con aceite aunque a él siempre le gustó más la tostada muy tostada y la comida de mi madre.

Cuando estábamos en cualquier sitio me decía "esto te va a servir para tu carrera, ya lo verás" y es que consideraba que para hacer cualquier cosa había que ser persona antes que tener cualquier otro conocimiento, virtud o habilidad.

Durante los más cuatro años que estuve publicando artículos en este Diario me preguntaba siempre sobre qué iba a escribir esa semana y yo le contestaba que no lo sabía aún. Siempre me daba su opinión más o menos condescendiente hasta que un día me dijo "ese artículo lo hubiese firmado yo". Me hizo tan feliz que volví enseguida sobre el texto una vez y otra para encontrarle y encontrarme así en él.

No daba conferencias, nunca publicó nada. Lo suyo eran las distancias cortas, la conversación fluida, contagiar a los demás de su pasión, no de sus conocimientos. Cuando alguien venía a casa a fin de tomar datos para una tesis de algún pintor se volcaba durante horas y horas de charlas, de intercambio de notas, direcciones y de todo aquello que pudiera hacer más grande a aquel sobre quien versaba la tesis.

Llenó la casa de libros, de cuadros, de relojes, de plantas, de todo aquello que tuviera vida propia y algo de historia. Porque también las cosas acompañan y compensan algunas asperezas de la vida.

Y la fe. Rezaba mucho porque creía en la providencia divina que tantas veces acudió en su socorro. Tampoco en esto le gustaban los alardes, ni los curas arrepentidos, ni las mojigaterías. La suya era una fe honda y directa, fuerte como su propia voz o su carácter. Podrían ser suyos los versos de Chesterton que tradujo Enrique García Máiquez "Tú has ido por delante de mí siempre/ abriéndome el camino. Lo has abierto/entre los simples y entre los más sabios, / entre los vivos y, ahora, entre los muertos."

De niña me llevaba cogida de la mano, apretándomela mucho no fuera a perderme. Y ahí sigo, cogida de su mano invisible, apretando yo ahora por miedo a que me suelte.

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