Marco Antonio Velo
De Valencia a Jerez: Iván Duart, el rey de las paellas
Todos hemos anhelado alguna vez poder viajar en el tiempo. Trasladarnos a épocas pasadas para revivir ciertos momentos y para volver a ver a personas que ya no están. Pero aun resignándonos por lo inalcanzable de tal ensoñación, lo cierto es que en la vida se presentan acontecimientos que nos permiten mirar atrás con nostalgia y agradecimiento.
Así ocurrió el pasado sábado, cuando más de setenta antiguos alumnos del Colegio Nuestra Señora del Pilar, pertenecientes a la promoción 1994-98, nos reunimos para celebrar veinticinco años de nuestra salida del centro.
Días antes, uno de los compañeros del comité organizador de esta cita, compartió por el grupo de difusión creado para la ocasión, un genial artículo que el desaparecido Javier Marías escribió en El País en 2009. En el mismo diseccionaba a la perfección la amalgama de sentimientos que él mismo vivió en torno a un acontecimiento similar, describiendo de forma maravillosa cuál debía ser la voluntad de este tipo de encuentros: “…a ninguno nos importaba saber a qué se dedicaba el otro, si tenía hijos, mujer o marido, porque en seguida se congeló el tiempo y empezamos a tener la sensación de que la vida verdadera era aquella, la de estar todos juntos sin profesión ni ataduras, en la vaga y eternizada expectativa de la infancia…”.
Y efectivamente, así aconteció nuestro reencuentro. Siendo conscientes de su excepcionalidad, con enorme ilusión por pasar el día disfrutando al máximo y - he aquí el gran éxito de este evento -, procurando que todo el mundo disfrutara en la misma medida. Cordialidad, afecto y el vino de Jerez alegrándonos con moderación el espíritu, propiciaron lo que ya anunció el Padre Ignacio durante la homilía. Porque bajo las parras del precioso patio del Tabanco “Los Monos” fuimos compartiendo anécdotas y recuerdos, apurando cada sorbo de tan grata evocación del ayer. Descubriendo que era posible “robarle tiempo al tiempo”. Que había formas de ser y de estar, conversaciones y sonrisas que no habían cambiado y que seguían surtiendo el mismo agradable efecto, a pesar de los años transcurridos.
Pero quisiera volver a la Eucaristía, en la que participaron hasta doce compañeros, seis de ellos también antiguos alumnos de la Compañía de María. El cuadro de la orla de nuestra promoción y la Bandera de Antiguos Alumnos ocuparon un lugar destacado en el altar, gracias a la atenciones de Salvador Barcell (Boro).
El Padre Ignacio ofició una celebración entrañable y cercana, planteando durante la homilía una lógica mirada al ayer por todo lo vivido y esa necesidad de meditar con lucidez para proyectar hacia el futuro la persona que queríamos ser.
Esa mirada al ayer con la que quisimos agradecer todo lo recibido en aquellos años. A nuestros profesores, por acompañarnos en nuestro desarrollo académico y personal. Y a nuestros padres, por su indiscutible condición de primeros educadores y porque entendieron que “El Pilar” fue la mejor opción para la formación de sus hijos.
Antes del comienzo de la Misa, mirando el cuadro de la Inmaculada que preside una de las salas nobles del colegio, fue inevitable acordarme de mi padre e imaginarlo, allá por 1959, yendo en bicicleta con su amigo Teo Segura desde el Arroyo hasta aquel edificio que ya se alzaba imponente sobre los terrenos de Santa Fe.
Al término del servicio religioso y tras unas palabras del Director General del colegio, comenzamos un entretenido recorrido por las instalaciones, con unos estupendos anfitriones: Mamen Toribio - que también participó en la Eucaristía -, Eduardo Ramos, Antonio Zurita, Boro y Antonio Navarro (Peski), que con su habitual sentido del humor volvió a subirse a la tarima del aula que entonces fue de primero “A”.
Este itinerario estuvo cuajado de instantes mágicos. Por ejemplo, mientras caminábamos por el pasillo donde entonces se ubicaban las clases de COU, alguien comentó que jamás había olvidado el aroma a azahar que desde los naranjos del patio interior que estábamos contemplando, se colaba por unos grandes ventanales, impregnando con su fragancia de primavera aquellas dependencias de la primera planta del edificio.
O cuando por la Providencia, María Herrero, una alumna guapísima que salía del colegio vestida con su equipación de voleibol, fue la encargada de tomar la foto que encabezó la publicación de Diario de Jerez con motivo de este encuentro. María desconocía que minutos antes, y junto con otro referente del deporte de nuestra generación, su padre había llevado hasta el altar las ofrendas que simbolizaban los valores que la práctica deportiva nos había inculcado en el colegio. Gonzalo portó ese balón de fútbol para honrar la memoria de su padre - y abuelo de aquella niña -, el recordado Julio Herrero, siempre tan vinculado al colegio y al deporte marianista.
Así, evocando personas, aromas, vivencias y lugares del ayer, la máquina del tiempo comenzó a funcionar inexorablemente. Quizás su fuerza motriz fuera el aire que nos llegaba durante la Eucaristía por una de las puertas laterales de la parroquia, a través de la cual podíamos ver el patio. Esa brisa de la mañana que por momentos, pareció traernos los sonidos de un día de septiembre de 1994, cuando un montón de chiquillos y chiquillas arremolinados en torno a los tablones ubicados en el centro de aquel patio, miraban las listas de sus nuevas clases, dispuestos a empezar a vivir una etapa inolvidable.
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