La violencia no tiene género
El Marqués y su aguacatero cubano
Don Juan Pedro Delatour era un noble caballero jerezano, un personaje ricachón pero estrafalario y célebre en la ciudad por su comportamiento excéntrico y a veces hasta pintoresco. En Jerez le llamaban “Marqués de la Capa Blanca”, seguramente por su manía de acudir a muchos actos sociales vestido de Caballero del Santo Sepulcro, de inmaculado uniforme blanco y enorme Cruz Roja de Jerusalem, bordada en el pecho.
Vivía en un palacete de fachada renacentista en el barrio de San Miguel, de patio porticado con columnas de capiteles corintios y hojas de acantos, “que no pinchaban, sino que acariciaban…” -solía repetir el marqués a los que acudían a su espléndida casa. Don Juan Pedro había heredado de unos parientes una estupenda finca junto al río Guadalete, “San Agustín”, donde solía veranear y pasar algunos fines de semana con su esposa, Ana María Machuca.
El dineral con que contaba el cursi de Juanpedrito le venía de su padre, que se enriqueció comercializando los excelentes vinos y brandies de la bodega familiar en los mercados emergentes de América, especialmente de California donde se afincó, pero también de Cuba, donde consiguió hacer un volumen de ventas tan insuperable de su brandy jerezano que consiguió desbancar del liderazgo de consumo del ron caribeño, ni más ni menos.
Su progenitor se enamoró de Cuba, pero no sólo de su son y de los enormes cigarros habanos que se chupaba uno tras otro, sino también de una mulata de cuerpo escultural que trabajaba en un aguacatal del tipo “catalina”, una fruta de exquisito sabor y tamaño exuberante a la que llamaban “el oro verde”, por lo rico que sabía. En uno de los escasos viajes realizados a España para ver a su parientes, el padre del estrafalario marqués vino acompañado, no de la morena, sino de un buen canasto conteniendo varias docenas de esos riquísimos aguacates con forma de pera y sabor exótico que entusiasmaron a Juan Pedro, y tanto, que se le ocurrió plantar varias de las semillas de “catalinos” con forma de huevo en su finca de la ribera del Guadalete.
Por fortuna, pero también por la cercanía del río y por el clima bondadoso de Jerez, el aguacatero no solo prendió, sino que creció de tal manera que acabó convirtiéndose en su árbol favorito, en la estrella de su recreo. “El aguacatero era la pera”, decía don Juan Pedro, que una tarde de mediados del otoño y mientras descansaba debajo de aquel inmenso árbol, uno de sus frutos maduros se desprendió de una de sus ramas y rebotó en la cabeza del noble jerezano.
Córcholis! ¡Cáspita! ¡Eureka!, dicen que gritó el marqués al que el “aguacatazo” debió tocar en alguna parte, antes insensible cerebro, porque a partir de aquel día se convirtió en una persona distinta. Para bien, modificó su comportamiento extravagante y sus chocantes manías, hasta el punto que don Juan Pedro se convirtió en un hombre de delicado refinamiento y de gran cultura. Se hizo amante de las artes figurativas, de las escénicas y especialmente de la música y acudió en varias ocasiones al concierto de primero de año en el Musikverein de Viena y con mucha frecuencia a representaciones de ópera en teatros como La Scala, La Fenice o La Royal Opera House, de Londres. Pero también decidió dedicarse, ya de por vida, a la jardinería y a promover con todo lo que pudiera la Cultura.
Lo primero que hizo fue construir, allí mismo en su finca “San Agustín”, un grácil vivero acristalado, que acondicionó con estufas para conseguir flores frescas todo el año. Cubrió sus alrededores con parterres bordeados de arrayanes, un huerto para flores donde ahora Juan Pedro plantaba sus bulbos de tulipanes, jacintos y lirios el día de Santa Teresa, para que florecieran con fuerza en los primeros días de marzo. Igualmente, rodeó los bancales con arriates, rocallas y macetas rellenas de plantas anuales, que nacían en la primavera creando espectaculares llamaradas de color. Alegres cinerarias teñidas de burdeos; espigadas espuelas de caballeros; divertidos conejitos de bocas de dragón y fragantes alhelíes que vibraban con el viento creando una verdadera verbena, un jolgorio de color y de olor. Llenó los bordillos de su finca, los que daban al meandro del río de especie arbóreas como álamos blancos, alisos, sauces de Babilonia y tamariscos que bronceaban en los otoños y adornaban las nubes grises de esa estación. Pero es más, en su palacete cercano a La Plazuela transformó su amplio patio trasero en un primoroso jardín con formas renacentistas. Plantó alargados cipreses italianos, tuyas piramidales y setos de bojs formando cuarteles rellenos de agapantus, azucenas y gladiolos que floreaban conjuntamente en mayo, recreando el ambiente y generando un aroma aplastante y abrumador.
En aquel fastuoso jardín y cada mes de mayo, organizaba un encuentro cultural, donde convidaba a sus amigos más íntimos ofreciéndoles un pequeño concierto con cuartetos de cuerda que interpretaban pequeñas piezas musicales y algunas sorpresas líricas, causando gran impresión entre sus selectos invitados, el segmento más culto de la alta burguesía jerezana de entonces. El Muy Noble Juan Pedro Delatour se enajenó para siempre de su ridícula capa blanca y con el tiempo obtuvo el título de Hijo Predilecto de la Ciudad, como reconocimiento a su dilatado apoyo a la Cultura de Jerez, por su defensa apasionada por la Conservación de la Naturaleza y por la creación y donación a la ciudad del precioso Parque Delatour, donde hoy puede admirarse su fastuoso Aguacatero. No descubrió la gravitación universal con aquel “catalinazo” pero sí la sensatez, la cultura y el amor a los Árboles y a La Naturaleza, que ya es mucho.
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