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En los años 70, un equipo de científicos japoneses sondeó las aguas del lago Ness con el fin de acabar para siempre con su mayor misterio. Lanzaron ondas como bumeranes, buscando recibir de vuelta formas sospechosas que su imaginación convirtiera en monstruos. Oigo la historia mientras yo mismo surco el lago. La pantalla del barco está vacía, salvo por una línea verdirroja abajo y unas manchitas fosforescentes esparcidas por todos lados. Los científicos sabían que, de haber algo, algo grande y raro, sus sensores lo detectarían. Y lo hicieron: unas seis o siete formas de unos siete metros de largo, descansando en el fondo. ¿Cuál de ellas era Nessie? ¿De serlo, qué eran las otras manchas? Nunca se supo porque nadie ha estado ahí para verlo con sus ojos. El lago es un misterio encima de un misterio.
En Escocia todo es naturaleza, piedra y agua, musgo y viento. Su planta nacional es el cardo, su animal el unicornio. Su comida es incomible. Y sin embargo es una tierra irrechazable que, como dice el libro de Arthur Herman, inventó el mundo moderno. Aquí se usó por primera vez el cloroformo, nacieron Conan Doyle, Adam Smith. Por Edimburgo te puedes cruzar con el dedo gordo de Hume y el hocico de Bobby, ambos gastadísimos por las caricias de estudiantes y turistas.
Bobby estuvo catorce años en la tumba de su dueño, hasta que él también se murió. Hoy, rodeado de flores, recibe a los visitantes del cementerio de Greyfriars. Era un terrier de Skye, en las Hébridas, al noroeste de Escocia, donde la tierra se desmigaja entre valles profundos y castillos en ruinas y engendra fidelidades extremas.
También hay un cementerio de perros en lo más alto de lo más alto de Edimburgo, en un rincón de su castillo, en un parchecito verde con ramos de flores y vistas al fiordo de Forth, y al lado está también, cerca del cielo, el Scottish National War Memorial, dedicado a los muertos de sus guerras, en una de cuyas lápidas grabaron una frase de Tucídides que no anoté y que dice que las vidas de los hombres no acaban cuando mueren, sino que permanecen entrelazadas con las vidas de los demás.
Los viajes –los pasos que damos, los escenarios que recorremos– se quedan en uno, entrelazados como algas o muertos, y tal vez por eso, mientras escribo, el cielo de Madrid se llena de nubes o de cloroformo, como si las aguas del lago Ness se hubieran dado la vuelta y pendieran del cielo, como si un monstruo se escondiera detrás del futuro, y deseo otra vez volver a esa tierra imposible y fría, no sé por qué, tal vez para encontrarme a mí mismo después de todo, detrás del agua y la niebla.
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