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LO que una madre vive las veinticuatro horas por y para sus hijos es algo que todos sabemos. Cuando somos pequeños no nos damos cuenta y mucho menos aún, somos capaces de apreciarlo. A medida que vamos creciendo, vamos tomando conciencia del hecho y cuando tenemos hijos nos golpea la realidad.
Aquel día a las dos de la madrugada no dudó en buscar ayuda para su hijo y llamarme, pero ella, como cualquier madre, no se iba a quedar ahí. Entre las visitas diarias a sus santos, a los que solicitaba el apoyo divino, y charlas como la que tuvo conmigo, buscaba la forma de influir en el entrenador del Xerez que dejaba a su hijo en el banquillo, pero al principio nada daba resultado.
Pero como madre no se iba a conformar con la situación y menos aún teniendo ella muy claro que su hijo era el mejor jugador del Xerez (llegados a este punto mi opinión de aficionado es que aunque había futbolistas de mucho nivel aquel año en el Xerez, el mejor para mí también era el hijo de esta señora). El caso es que para colmo de males, el niño cogió un resfriado y se quedó en casa con fiebre sin poder entrenar unos días. Una madre es una madre, se dedicó a cuidarlo, a darle su pucherito calentito para que cogiera fuerzas, y todos los mimitos que se suelen dar a un hijo.
El destino quiso brindarle la oportunidad de atajar el problema por derecho, sin intermediarios, cara a cara o para ser escrupuloso con la realidad a través de la línea telefónica. Una mañana, durante la convalecencia del jugador, el míster azulino lo llamó para interesarse por su estado de salud. Ella fue la que descolgó el teléfono y cuando supo quién estaba al otro lado de la línea entendió que ese era el momento de acabar de una vez por todas con la injusticia que estaba sufriendo su hijo.
Tiempo después, ese entrenador le reveló entre risas aquella conversación al jugador. Cuando el míster estaba a punto de despedirse, ella sacó las uñas y se dispuso a zanjar la suplencia de una vez por todas y le soltó a bocajarro: “¡Oye! mi niño tiene que jugar. A ver cuando te das cuenta de que mi niño es como Paula, es el mejor y la afición paga por verlo en el campo”.
Una vez dicho esto se quedó tranquila, el entrenador, si era listo, sabría como actuar por el bien del Xerez y por el bien suyo. Si no lo ponía es que no sabía ni de fútbol ni de toros. Esa temporada el equipo acabó ascendiendo a Segunda División, el niño fue uno de los jugadores clave en la consecución de ese hito y la afición lo sacó en volandas aquella tarde, convirtiéndose en el Paula de Chapín y la madre feliz por su hijo, el tipo de felicidad que sólo saben sentir las madres.
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