Niños lectores

Postrimerías

30 de julio 2024 - 03:05

De vez en cuando nos mandan dos queridos profesores amigos, el constitucionalista Víctor J. Vázquez y la doctora Rivero, luz de la epigenética, preciosas fotos en las que sus hijos, la joven artista Valentina y sus hermanos Manuela y el pequeño Víctor, aparecen leyendo en escenarios domésticos o al aire libre, con ese concentrado empeño que pone en sus cosas la gente menuda. Pocas estampas más conmovedoras, en nuestro tiempo de inflación audiovisual, que las de esos niños que siguen disfrutando del placer de imaginar y ensoñarse con la letra impresa, tanto más apetecible en las infinitas tardes del verano. Se nos vienen a la cabeza esas fotos, las de otros muchachitos con sus libros o tebeos y nuestra propia experiencia de niños lectores, observada desde el atribulado mirador de la cincuentena, al recibir un hermosísimo artículo de Bernard Shaw que nos envía en primicia otro querido amigo, el escritor y filólogo Miguel Cisneros Perales, ahora en las filas de la Complutense, donde el gigante irlandés discurre con lucidez y excelente humor sobre “los mejores libros para niños”.

Leyendo piezas tan deliciosas como esta, inédita en español y parcialmente publicada por la Pall Mall Gazette de noviembre de 1887, se ve a las claras todo lo que compartía Shaw con su antagonista favorito, el entre nosotros mucho más recordado Chesterton. Nos une al articulista, quien dice haber aprendido “lo que significa hacerse mayor de manera imperfecta”, el formar parte de esa clase de personas que no han olvidado su infancia, por oposición a los severos admonitores que querrían convertir la vida de los críos, armados de propósitos edificantes, en un “interminable domingo puritano”.

Es asombroso el modo en que los moralistas del presente reproducen las lamentables estrategias de sus antecesores, que como bien argumenta Shaw pueden tener el perverso efecto de hacer que los niños, estragados por la corrección y la ñoñería, detesten la lectura de por vida. Las mil y una noches, algunas novelas de Dickens, la maravillosa Balada de Coleridge, las historias de Shakespeare en la benemérita versión de los Lamb o los “cuentos de hadas inmorales” –Shaw y sus hermanas se disputaban los volúmenes a golpes– son algunas de las luminosas lecturas que recuerda y recomienda, no exentas de procacidades ni plenamente inteligibles a edades tempranas, pero siempre gozosas, capaces de educar la sensibilidad sin necesidad de monsergas.

Benditos niños libres, naturalmente reacios a las directrices de los pedagogos, ignorantes del hondo poso que esas horas felices dejarán en los adultos venideros.

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