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A veces se encuentran almas gemelas. No en los grandes temas que son los cimientos y la estructura del edificio de nuestra vida dándole, hasta donde sea posible, firmeza y seguridad, sino en las pequeñas cosas que la hacen habitable, cómoda y acogedora. Los libros forman parte de estas pequeñas cosas. Los libros, escribo, no la literatura. Esos objetos que nos acompañan toda nuestra vida y convierten las estanterías en un álbum que nos permite recordarla cuando vemos los lomos de los libros que leímos hace tantos años. No me refiero a las grandes bibliotecas con volúmenes valiosos, sino a las familiares en las que conviven en perfecta democracia ediciones de cierto lujo con encuadernaciones en piel, ejemplares inmunes al tiempo del desgraciadamente desaparecido Círculo de Lectores y sobre todo libros de bolsillo, desde los mejor editados a los proletarios de las colecciones populares. Para algunos de nosotros la experiencia de la literatura, con mayúscula de desvelamiento o minúscula de entretenimiento, es indisociable del objeto libro, de su diseño, de su tacto, de su olor. Como la experiencia del cine era –hay que escribirlo en pasado– indisociable de las salas reconocibles, cada una con su propia personalidad, en las que vimos las películas.
Por eso me llamó la atención el título del reportaje La importancia del tacto en el futuro de los libros (A. Martín, El País, 10-10-23). En él dice la editora Ana Delgado, responsable de Susaeta, la editorial de álbumes ilustrados y literatura infantil fundada en 1963 por Raimundo Susaeta, que su meta es “que los niños y niñas establezcan una relación física y cotidiana con el libro” porque “nada puede compararse al enamoramiento de un niño que hojea uno de nuestros libros y se encapricha de él”. Por eso, dice, mientras “el resto de editores viaja a la feria de Fráncfort con una tableta o un ordenador, yo me llevo dos palés de libros conmigo [porque] nuestros libros tienen que tocarse”. Y olerse, añadiría yo. Y conservarse como recuerdos de las diferentes etapas de nuestras vidas. Qué no daría yo –con desgarro de Rocío Jurado lo digo– por conservar los Capitán Trueno, Tintín o Spirou de mi infancia y los Verne, Scott o Stevenson de la Colección Historias con la que me inicié en la lectura de novelas. Déjense de tabletas y familiaricen a sus hijos con los libros que anclan la lectura a un objeto y un tiempo.
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