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Ante el pelotazo de 42 grados que se nos viene encima empieza la monserga de los consejos para sobrellevar las temperaturas extremas, repetidos una y otra vez a través de todos los medios. Un síntoma más de que nos toman por tontos diciéndonos que hagamos lo que se ha hecho siempre sin que nadie lo dijera, por puro sentido común: que nos hidratemos, que no hagamos ejercicio ni trabajemos al sol en las horas centrales del día, que busquemos sombras y sitios frescos, que bajemos las persianas de día y ventilemos de noche, usar ropa ligera, transpirable y holgada, transitar por zonas sombreadas, hacer comidas ligeras, proteger especialmente a las personas mayores y a los niños, utilizar las habitaciones más frescas, no dejar niños y ancianos en coches al sol con las ventanillas cerradas, etc.
Menos mal que nos lo dicen porque si no, no beberíamos, nos pondríamos a trabajar o a hacer ejercicio al sol en las horas centrales del día, huiríamos de la sombra y de los sitios frescos buscando el sol y los lugares más recalentados, tendríamos las persianas levantadas y las ventanas abiertas en las horas de más calor y las cerraríamos por las noches, nos hartaríamos de potajes humeantes y sopas hirvientes, sacaríamos de los armarios las prendas más gruesas y ajustadas, caminaríamos por la acera en la que diera el sol en vez de por la sombreada, expondríamos a niños y ancianos a la solana o los dejaríamos encerrados en los coches aparcados al sol tras tener la precaución de cerrar bien las ventanillas.
¿De verdad creen que si no nos dijeran o recordaran lo que debe hacerse y lo que debe evitarse haríamos estos disparates? Mi abuela la de Regina, y las de todos ustedes, debía ser una anticipada a su tiempo y ducha en conocimientos médicos porque hacía, como lo habían hecho sus madres y sus abuelas, lo que ahora se recomienda (insisto: como si fuésemos imbéciles). Ventanas abiertas a primera hora de la mañana y por la noche, persianas echadas y ventanas cerradas en las horas centrales del día, butacazo –mejor: mecedorazo– después de un almuerzo fresco –ella, por jiennense, era muy de la pipirrana y del picadillo de naranja– con el búcaro siempre a mano y un pañuelo anudado al cuello que se cambiaba de vez en cuando para que no le cayera el sudor. Ah, y por supuesto los suspiros, que debían refrescar muchísimo. Todo –sabia que era– sin que nadie se lo dijera.
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