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Editorial
España inaugura hoy una nueva fase para afrontar la pandemia que durante los dos últimos años ha marcado la vida del país. A partir de ahora, a efectos reales, se admite que en el futuro habrá que convivir con un cierto nivel de transmisión y de contagios provocados por el coronavirus. La estrategia de vigilancia y control de la enfermedad, aprobada por la Comisión de Salud Pública, se centrará fundamentalmente en los grupos vulnerables y en los casos graves. El giro supone aceptar un volumen importante de infecciones que indefectiblemente derivarán, aunque la letalidad sea pequeña, en muertes. La pregunta que el propio documento técnico viene a formularse es en qué número habría que marcar los límites. El esfuerzo de la Administración con las pruebas diagnósticas se dirigirá ahora a los mayores de sesenta años, embarazadas, enfermos inmunodeprimidos, ingresos hospitalarios con cuadros agudos o el personal que trabaja en centros sociosanitarios o prisiones, fundamentalmente. La primera consecuencia será una reducción de la carga de trabajo en los centros de asistencia primaria, los más afectados por la sexta ola. El nuevo plan minimiza los casos leves, limita incluso su aislamiento y sólo les recomienda el teletrabajo y evitar las interacciones sociales. Resulta imposible mantener en alerta constante durante más de dos años al sistema sanitario. La fatiga de la población resulta más evidente. Incluso está por comprobar las consecuencias de un uso tan dilatado en el tiempo de las mascarillas. Ha llegado el momento, por tanto, de probar fórmulas que alivien la convivencia mientras sea posible. Pero la amenaza de que surjan nuevas variantes de Covid sigue presente. Y el riesgo de que en el futuro sea necesario desandar este camino es evidente, por lo que de ninguna manera pueden relajarse los planes de detección y prevención.
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