Odio eterno

Su propio afán

Como llueve a mares, mis hijos me preguntan si tendría el detalle de llevarlos a la parada del autobús escolar. “¡Oh, encantado!”, entre otras cosas porque el único feliz con mi horario de clases por la tarde soy yo, y así justifico mis mañanas en casa. Es bonito resultar útil, siquiera como chófer.

Damos tres saltos hasta el coche. Ya en camino, veo andando a dos niños con el uniforme del colegio de los míos. Sus padres estarán ambos en el trabajo. Son muy pequeños, como si hubiesen encogido bajo la lluvia: una señorita con trenzas de unos 9 años y un hermanillo aún más chico. Van calándose hasta los huesos. Freno.

Les ofrezco llevarlos en mi coche hasta la parada. En sus grandes ojos azules, relampaguea un atisbo de luz y esperanza. Y, enseguida, un nubarrón de dudas. “Um, no, no”, zanja la niña. Por supuesto, no insisto, porque han cumplido las órdenes de sus padres, y han hecho muy bien. Sigo, pero mirando por el espejo retrovisor cómo aquellos niños, que tienen poco más que la altura de los charcos, van bajo la lluvia con sus mochilas saltarinas a cuestas.

No está el mundo para montarse con desconocidos en coches extraños. Desde luego. Yo lo entiendo y felicito a los padres de unas criaturitas tan bien educadas. Pero maldigo el mundo que no está para montarse con desconocidos, ni siquiera a primera hora de la mañana, con otros niños dentro del coche, y con un señor que no será guapo, pero que tiene cara de persona inofensiva.

En cualquier pueblo de España hasta hace pocos decenios y de siempre, primero, los vecinos se conocían más y mejor; y segundo, no había lugar a tan severas amonestaciones a tener cuidado con los extraños. ¿En qué momento pasamos de “se necesita un pueblo para criar a un niño” a “se necesita un búnker para protegerlo”? “Odio eterno…”, digo a veces cuando me cruzo con mis hijos por el pasillo a modo de saludo; y ellos contestan: “…al mundo moderno”. Bromas aparte, nuestra antipatía reaccionaria nace de cosas como ésta. Demasiada soledad mojada.

Cuando regreso de dejar a los míos seguros bajo la marquesina, me cruzo con los niños. Los saludo, esperando que –desde lejos y en marcha– no les asuste. Seguro que no; pero no me ven. Llevan los ojillos entrecerrados para que nos le entre mucha agua, y van trotando, bajo sus mochilas empapadas, para llegar cuanto antes. Yo, que había empezado el día con un ánimo estupendo, llego a casa taciturno y seco.

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