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Su propio afán
Cada noche escribo un artículo. O sea, que vivo peligrosamente, aunque desde fuera pueda parecer muy rutinario: señor de mediana edad y más que mediano peso tecleando con media sonrisa en una habitación medio a oscuras. El peligro acecha latente, como los verdaderos. Cualquier patinazo me puede hacer quedar no ya como un medio tonto, sino como un tonto entero. Tengo la pesadilla recurrente de que he escrito sin darme cuenta un disparate y salgo por la mañana y la gente me señala con lástima por la calle.
Eso no es lo peor. Lo peor es la gente que te estima y a la que puedes defraudar escribiendo una estupidez; o algo todavía peor: una fealdad; o algo muchísimo peor: una mentira. Defraudar es terrible porque siempre se hace a las personas que te quieren más. Si pudiésemos defraudar al enemigo, sería una delicia. Ojalá causarle una enorme decepción a Peter Singer. Pero no. Puedo decepcionar a mi padre -sólo escribirlo me da un escalofrío- o a mi mujer -ay- o a mis hijos o a los amigos. ¿He escrito "puedo"? Sí, porque soy un optimista. Un realista sabría que los defraudaré sin duda y que ya los habré defraudado, aunque medio se me olvidó. Pero, por encima del realismo e incluso del optimismo, está la esperanza: me perdonarán.
Como además de optimista y esperanzado, o por eso, soy conservador, me interesa mucho más no decepcionar a los lectores que ya tengo que ganar ninguno nuevo. Yo firmaba quedarme con los de ahora y que ellos -ustedes- estuviesen un poco más contentos cada vez de leerme. Es la utopía… conservadora. Los nuevos, para otros.
Toda esta reflexión la provoca una lectora que no conozco, que se llama Lucía Montero, y que ha puesto una foto de los libros míos que tiene, que son todos. He guardado la foto y otra parecida que ha puesto otro lector en una nueva carpeta en mi ordenador con el nombre de "Responsabilidad". No puedo publicar cualquier cosa cuando hay alguien con la generosidad de leerme con lo más valioso que tiene que es la atención y el tiempo, que es oro, y su esperanza.
Yo me siento (de sentirme y de sentarme) al borde de un precipicio cada noche, pero ustedes están igual todos los días, como habrán caído (en el sentido de darse cuenta, no de despeñarse) ya. No queremos defraudar por nada del mundo a las personas que nos quieren. La mirada de los que nos importan y la de aquellos a los que importamos son guías inmejorables para andar por la vida.
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Gracias, Errejón