Alberto Núñez Seoane

Opiniones

Tierra de nadie

06 de enero 2025 - 06:00

Opinar no sólo es bueno, diríamos que hasta necesario. Opinar consiste en manifestar una idea, una “opinión”. Por lo tanto, para poder opinar es imprescindible estar en posesión de una opinión, es decir: hemos de tener formado un juicio o una valoración respecto de algo o de alguien.

Las opiniones, absolutamente todas, se basan en premisas, por lo que, de modo inevitable, no existe una sola que no se pueda discutir. Si no fuesen discutibles se debería a que no estarían basadas en premisas, y entonces no serían “opiniones”, si no creencias, que no son “razonamientos” discutibles.

El problema, uno de los pesados y consistentes dilemas que el Hombre arrastra desde que comenzó a hacer uso de la razón, es el de la valoración de las distintas opiniones; porque, nos guste o no, no todas las opiniones valen lo mismo, en absoluto todas tienen el mismo valor.

Todos tenemos derecho a expresar lo que pensamos, a defender las que creemos mejores opciones y, por supuesto, a manifestar nuestras opiniones. Lo que no podemos pretender, porque sería una soberana estupidez, es que se otorgue a todas el mismo peso específico, se les preste igual consideración, o se les confiera prestigio semejante, equivalente significación, o valía similar; esto no.

Hay dos imperiosas razonamientos que sostienen lo que mantengo: la inteligencia y la sabiduría. El nivel de inteligencia varía muchísimo de unas personas a otras: desde la que casi carece de ella, hasta quien la disfruta en abundancia suficiente, y no se puede dar el mismo valor a lo que opinan unas y otras. Algo parejo ocurre con la sabiduría: la opinión del sabio es mucho más valiosa que la del ignorante. Si, por ejemplo, hablo de arte con Fermín García Sevilla, lo único que puedo hacer es aprender: él es un gran artista, un pintor genial, yo no; estaríamos en la misma situación si lo hiciese de filosofía con Aristóteles, de política con Churchill, de matemáticas con Pitágoras, de escultura con Miguel Ángel, o de física con Einstein: la cuestión no tiene color. Puedo, y es bueno hacerlo, expresar mi opinión, pero a la hora de “tener en cuenta” la de cualquiera de ellos, en el saber en el que son maestros, o la mía …

Es algo tan evidente que cae por su propio peso; y sin embargo, la humana vanidad interviene para que el dueño de la opinión desechada se sienta menospreciado, incluso ofendido.

Esto que, con contundencia, afirmo, nada tiene que ver con la igualdad de derechos, o la libertad; simple y llanamente es una verdad de Perogrullo que nuestra corrompida, frívola y necia sociedad se niega a admitir por contentar las perezosas neuronas de la ignorancia que nos arrolla.

Como siempre ocurre, menos con la muerte, para este colosal problema hay una solución con la fuerza suficiente para actuar como eficaz antídoto: la humildad.

Si fuésemos conscientes de nuestras limitaciones, las asumiéramos e incorporáramos al día a día de nuestras vidas, el dilema que nos ocupa estaría resuelto. Saber hasta dónde somos capaces de llegar, conocer nuestros límites, aceptar las insuficiencias, carencias, flaquezas o incapacidades que, bien por la propia condición humana; bien debido a no haber dedicado el tiempo necesario para aprender, mejorar y perfeccionarnos; bien por no

haber alcanzado la sabiduría que debiéramos haber perseguido; nos regalaría la imprescindible humildad que tanto nos falta. Siendo humildes, se diluirían las fantasiosas pretensiones de que nuestras opiniones valiesen lo mismo que las de los que más valen, porque más saben; no habría reparo en “permitir” que fuesen los mejores en la disciplina de la que se tratase, los que marcasen el rumbo a seguir; al contrario: nos alegraríamos de contar con mentes privilegiadas, como tantas ha habido y tantas hay, que nos instruyesen, ayudasen y aumentasen nuestro conocimiento. Esto implicaría ser y actuar con inteligencia, perseguir la sabiduría y practicar la humildad.

En tanto de este modo no ocurra, habrá opiniones y opiniones, los necios no aceptarán y se ofenderán porque se elijan las de los sabios, éstos se recluirán, discriminados, en un obligado retiro, la sociedad seguirá en barrena y el mundo continuará enloquecido. Pero las opiniones, igual da cuales sean por absurda conveniencia las escogidas, seguirán sin valer lo mismo unas que otras.

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