Rafael Castaño

El orden de las palabras

El mundo de ayer

Un objeto cualquiera, un lugar, una canción, pueden contener en ellos todo un amor, toda una vida, el mundo entero

09 de febrero 2024 - 00:00

Un principio de la magia antigua es la creencia de que el signo escrito representa la palabra hablada, y que por tanto ese signo hereda su poder para cambiar el mundo. La palabra, de hecho, sigue siendo hoy el sostén último de nuestras vidas, el instrumento que les da sentido y con el que conectar nuestras vidas los unos con los otros, sin importar el tiempo o el espacio que habitemos. La forma de decir equivale a lo dicho, del mismo modo que, si se trata de llevar a la pantalla las vidas de seres monstruosamente fríos, como hace Jonathan Glazer en La zona de interés, la película ha de ser también monstruosamente fría.

Un hermoso ejemplo demuestra la fe que los antiguos tenían en la correcta disposición de las palabras. En el curso alto del Nilo, cerca de Luxor, descansa el templo de Dendera, que la arena y el lodo conservaron como hizo la ceniza con Pompeya y Herculano. El historiador Philippe Derchain nos cuenta que en el complejo había “un edificio especial de extraña planta, que se ha podido demostrar haber sido un sanatorio. Se componía esencialmente de una pieza central en la que se encontraba una estatua divina sobre un alto pedestal cubierto de inscripciones religiosas y mágicas. Mediante canalizaciones podía recogerse en las bañeras el agua, vertida antes sobre la estatua y las inscripciones. El contacto con estas últimas daba a las aguas el poder divino y la virtud sobrenatural de los textos que había rozado y era, pues, perfectamente adecuada para transmitir sus efectos a los que se bañasen en ella”.

Estos sacerdotes egipcios, que creían que sus templos, sus ritos y sus intrincadas historias grabadas en piedra permitían al mundo seguir existiendo, nos pueden parecer vestigios de otra época absolutamente superados. Pero pese a las aparentes alturas alcanzadas por nuestro pensamiento, una parte de nosotros sigue hundida en esos lodos. Un objeto cualquiera, un lugar, una canción, pueden contener en ellos todo un amor, toda una vida, el mundo entero.

Todo lo vivo puede esconderse en los caprichosos recipientes en los que conservamos el pasado. Y también nos ocurre lo contrario, como en aquel poema de Ángel González que transita por la paz y por el olvido, por el amor y por la muerte, que comienza así: “Yo sé que existo / porque tú me imaginas”; y termina así: “Pero si tú me olvidas / quedaré muerto sin que nadie / lo sepa. Verán viva / mi carne, pero será otro hombre / –oscuro, torpe, malo– el que la habita…”. La palabra, siempre, nos mata y nos da la vida.

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