La ciudad y los días
Siempre nos quedará París
Su propio afán
COMENZÓ la temporada del atún. En Zahara acaba de realizarse la primera levantá, y yo, de carambola y pura chamba, he llegado aquí, hasta la misma orilla. Qué oportunidad. Me he sentido -una secuela quizá de mi infancia saturada de Tintín- un intrépido reportero, un enviado especial, Máiquez en el País de las Almadrabas.
Cuando me asomé a la playa, ansioso por asistir al espectáculo de sangre, sol y sal, el mar me dijo, con una leve ola, hola. "Hola", como quien saluda levantando una ceja, indiferente, somnoliento. Estaba como un plato y, aunque a mí un plato me trae a la memoria, entre otras cosas, al atún, precisamente, no era ése el atún que venía buscando, o sí, pero en otro estadio evolutivo. Se veían muy bien, al menos, las boyas de la almadraba, una larga hilera de naranjitas flotantes que no permiten presagiar la tragedia que allí ocurre cuando toca. La sé por un documental minucioso que grabó Javier Sánchez de Medina y por el primer episodio de La carta entera de Luis Rosales, donde dedica una versos escalofriantes a la pesca del atún.
Y, sobre todo, conozco la tragedia por las fotos que adornaban el restaurante al que fui a por mi plato de atún, tras dos horas de escrutar el plato del mar sin novedad. Con la inacción, siempre tan fecunda, di en recordar dos poemas que son glosas de un cuadro de Brueghel el Viejo. Auden y William Carlos Williams comentan La caída de Ícaro; y ambos se asombran de lo bien que captó la naturaleza de todo drama. Mientras en una esquina del lienzo, las piernecitas de Ícaro se hunden en el mar, tras su tortazo mitológico, un diligente hortelano cuida su campo, unos novios se casan, un mercader corre a una feria, los niños juegan... Lo cotidiano convive con la muerte en buena vecindad.
Debajo del plato del mar, en el gran laberinto de redes de la almadraba, ícaros submarinos, los grandes atunes caen en el copo. A la vez, las avanzadillas de pre-veraneantes se atrevían o no, huy, a meter la barriga en el agua helada, jilgueros y verderones celebraban la primavera a voz en trino, los indígenas se dejaban la piel en el sector terciario... Para ser un Tintín comme il faut, yo tendría que haberme sumergido con el buzo que controla los atunes. Pero como un capitán Haddock, tras mirar de nuevo largamente el mar, volví, al caer la tarde, a mi copa de oloroso. Brindé por la vida, que es así, y por el maestro Brueghel que la vio.
También te puede interesar
La ciudad y los días
Siempre nos quedará París
Confabulario
Manuel Gregorio González
V aleriana
Paisaje urbano
Eduardo Osborne
Memoria de Auschwitz
La colmena
Magdalena Trillo
Gracias, Errejón