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David Fernández
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Su propio afán
MI hijo se empeñó en hacer un boquete en la playa. Aparté los libros que bajo para eso, para apartarlos, y me puse a la tarea. Como no teníamos pala, escarbábamos a mano, como los de los duros antiguos.
Terminamos, pero no descansamos. Llegó el hijo preadolescente de una amiga y encontró divertido taparlo, quién sabe por qué. Mi hijo, viendo perdido su propio afán, se echó a llorar. Yo, casi. Rogué al muchacho que nos regenerase el hoyo y, para hacerlo, tomó prestada (a la francesa, sin decir ni mu) una pala estupenda, enorme, de unos niños desconocidos de al lado. Todavía no era la pala que da título a esta pieza, sino la precedente. Era tal su ahínco (irritado), que se la cargó. Ahora lloraban dos niños, uno ajeno y el mío. El preadolescente, superado por los acontecimientos, soltó disimuladamente la pala rota por ahí, suponiendo que el pequeño propietario lloraba, no sé, por el cambio climático. Por una ley inexorable, la madre del preadolescente no vio nada y la madre del llorón, todo.
Me ofrecí a reponer la pala y tomé nota de la tienda donde se vendía. Las palas se habían agotado. Agotado, traté de buscarlas en internet. No había. Me eché a un chino, y compré una más o menos parecida, y otra para mi niño, ya de paso.
Los días siguientes bajaba con la pala china. Pero no localizaba a los damnificados, aunque me pegaba mis buenas vueltas miopes entre las toallas escrutando al público. Aprovechando una de ésas, mi cuñado, que tiene 38 años, pero da igual, cogió la pala para enterrar a mi hijo. Se la cargó, e hizo mutis por el foro.
Localicé, al fin, a los niños. Les ofrecí, aliviado, la pala, pero en el momento de dársela, descubrí que estaba rota. "¡Mañana os traeré", prometí, solemne y apurado, "la de repuesto!" Me miraban como a un loco inofensivo, con el que no convenía, no obstante, bajar la guardia. Bajé temprano a la mañana siguiente. El niño no había ido, espantado tal vez, pero sí sus amigos, con los que, tras tanto trato, había intimado. Les dejé la pala (la de mi hijo, que lloraba). Ahora, al acostarme, me desvela que no se la hayan dado aún a su legítimo propietario.
Ricardo Miranda, el reconocido médico, se sienta por allí y me dijo, con cierta sorna gallega: "Y luego te dirán que lo difícil es escribir el artículo diario…" Ignoro si ha seguido el proceso paso a paso o si tiene un ojo clínico que las caza al vuelo, pero cuánta razón lleva, cuánta.
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