Juan Alfonso Romero
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Cuarto de muestras
Hubo una época en mi vida en que las cartas fueron casi una obsesión. Las contestaba tan pronto las recibía y lo mismo hacía el destinatario con las mías, de tal modo que siempre estaba o escribiendo una o esperando las otras. Descubrí el sentido ansioso de la expresión “a vuelta de correo”. Solían llegar los martes de cada semana, aunque a veces se demoraban hasta el miércoles dejándome una suerte de desaliento que solo desaparecía cuando, a la mañana siguiente, por fin llegaba. Mientras estudiaba afinaba el oído para distinguir, entre el ruido de la calle, como se aproximaba la moto del cartero hasta parar frente a nuestro número. Apenas unos segundos después se oía una pisada en el portal y como entraban las cartas por debajo de la puerta con un sutil deslizamiento. Desde lejos era capaz de descubrir si, entre las frías cartas de bancos y suministros, venía o no la que estaba esperando. La recogía primorosamente del suelo, miraba la fecha del matasello para asegurarme de que había sido escrita tan pronto había llegado la mía. Con la plegadera la rasgaba en busca de un tarjetón que era capaz de condensar en unas pocas palabras una hábil e ingeniosa respuesta a cuanto yo había contado sin escatimar detalles. Después la guardaba junto a todas las demás y me ponía a contestarla. Y a esperar. Y así durante un largo tiempo.
Entiendo mucho de cartas. De escribirlas, de esperarlas, de recibirlas y hasta de romperlas. De olvidarlas no sé nada. No sé olvidar salvo lo que en verdad no ha existido nunca. Imaginen lo bien que entiendo que nuestro presidente nos escribiera una carta para pensar si se quedaba o se iba. Yo que lo he contado casi todo de manera epistolar y que tampoco sé dimitir de mis obsesiones. Lo que me gusta es empezar con un “Querido fulanito” más que con un distante “Muy Sr. mío”. Disfruto como todos más las cartas de fogueo que las comerciales.
La que me ha dejado muerta es la carta de Errejón, no la entiendo. He estado a punto de llamarla misiva, pero me resulta cursi. Le respeto la presunción de inocencia, pero la forma en la que está escrita es un concurso ideal de delitos de mal gusto, incoherencias y frases estereotipadas. El rey emérito era más claro con su domadora en sus conversaciones confesionales. Si no fuera por las cosas tan feas que dicen que ha hecho produce ternura que hable de sí mismo como personaje. Y es que una carta no puede escribirse recostado en un diván de excusas grandilocuentes porque la letra sale forzada. Se nota que el discurso le ha hecho bola.
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