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UNA de las cosas más curiosas de los recuentos del año que termina es que casi ya no recordamos ninguno de esos acontecimientos. ¿Cuántas copas ganó el Barça: seis o diez? ¿Le dieron el Premio Nobel de Medicina al artista plástico que le arregló el careto a Belén Esteban? ¿O fue más bien el Nobel de la Paz? ¿Es cierto que se murió aquella actriz que todo el mundo creía que ya había muerto? Imposible saberlo. Y esta fragilidad de la memoria es una de las señales de nuestra época. Mi abuelo recordaba con una precisión milimétrica casi todos los acontecimientos de su vida, desde la matrícula del primer coche que había visto cuando era niño, hasta el número de la lotería que le había tocado una vez -fue un premio modesto- cuando le faltaba poco para casarse. Pero cualquiera de nosotros está sometido a tal cantidad de información que casi siempre acaba olvidando las cosas que se suponen trascendentales. El mundo de nuestros abuelos era pequeño, y en el caso de mi abuelo, se reducía a su casa, su tienda, su familia y los amigos con los que jugaba a las cartas. Ahora ocurre justo lo contrario.
Y eso es lo que compruebo al mirar por última vez el calendario de 2009, antes de tirarlo a la papelera. Leyendo las anotaciones que apunté en su momento, descubro que casi no recordaba nada de lo que hice. Veo una anotación que se refiere a una chica paraguaya que un día dijo que vendría a trabajar, aunque luego no lo hizo. Deseo que le haya ido bien, dondequiera que esté. Y luego veo una intervención en un programa de radio de un hospital psiquiátrico, donde oí cómo algunos enfermos mentales cantaban flamenco o hablaban de su vida, una vida dura y malograda que de alguna forma lo era menos gracias a sus cuidadores (con el gran Julián Vicente a la cabeza). Y también veo a los señores Ilda y Fernando Soares, que fueron nuestros vecinos en Vila Nova de Milfontes, en Portugal, durante una semana de agosto. La señora Soares se pasaba la vida limpiando la ropa de invierno, mientras que él, el apacible señor Soares, se sentaba en una mecedora y se dejaba envolver por el humo que salía del asador que había debajo de su casa. Algunas tardes, mientras mis hijos se columpiaban en la hamaca de la terraza, yo miraba a los Soares, envidiándoles su imperturbable tranquilidad: en su casa no se oía nada más que el chasquido de las pinzas de tender la ropa. Los Soares parecían una pareja de gatos: silenciosos, limpios, huidizos. Ahora pienso que a lo mejor eran felices porque nunca se habían planteado que debían serlo.
De todas formas, pido para el año que empieza la misma tranquilidad que se respiraba en la casa de los Soares. Y que ustedes la compartan, aun sabiendo que todo, incluso la felicidad -si es que llega- pasará sin dejar rastro.
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