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ES otra paradoja más, una de las tantas entre las que nos desenvolvemos y nos vemos obligados a vivir: resulta -en nuestra opinión- que cuanto más tiempo vivimos, más preguntas sin respuesta convincente tenemos por resolver.
Sería lógico creer que a más años, más experiencia; con más experiencia, mayor sabiduría; por lo que si continuamos aplicando la sencilla lógica aristotélica del silogismo: a más sabiduría, menos ignorancia y si la ignorancia es menor, el número de incógnitas sin resolver o de “cosas” sin saber, debiera también ser menor. Y sin embargo, ocurre justamente lo contrario, ¿por qué?
No es que no sean ciertas las premisas anteriores, lo son: a mayor experiencia, mayor sabiduría, por lo tanto, menor ignorancia; lo que sucede es que cuanto más sabemos -por escaso que esto pueda llegar a ser-, más cuenta nos damos de lo poco que sabemos, ¿por qué?, pues porque somos conscientes de lo mucho que nos queda por conocer, cuestión esta que si la pudiéramos medir, resultaría que es directamente proporcional a la sabiduría: a más lerdo, más seguridad en saberlo todo.
De modo que esta es nuestra paradoja de hoy: con el tiempo ganamos experiencia, con ella la sabiduría que nos aleja de la ignorancia, no obstante, cada vez sabemos “menos”.
El sofisma, la “trampa”, es evidente: no es que cada vez sepamos menos, sabemos más; pero cuando éramos más ignorantes desconocíamos lo mucho que nos quedaba por saber de conocimientos, ciencias, pensamientos y “cosas” que siempre estuvieron ahí, pero que sólo descubrimos cuando la sabiduría adquirida nos permitió ser conscientes de que estaban ahí, “esperando” a ser conocidas.
Así que, una vez más, la filosofía -esa que el gobierno ha eliminado como asignatura relevante, condenándola a un oscuro y escondido segundo plano, ¿por qué será …?- nos conduce a cuestiones y disyuntivas que afectan, y mucho, al día a día de nuestras vidas, pues tratan de la vida misma, la que nos enseña a conocer la filosofía.
Hagamos, por ejemplo, de esto que hemos expresado en los párrafos anteriores, una muy reducida aplicación a una cuestión practica y cotidiana: la amistad.
¿Por qué cuanto más conocemos al amigo, más nos damos cuenta de que no lo es ni nunca lo ha sido? Aquí, la aparente contradicción también es obvia: si el amigo lo fuese, a mayor conocimiento mutuo, más se consolidaría la relación que nos une; si sucede lo opuesto, como en el supuesto de la pregunta que encabeza este párrafo, está claro que el amigo no lo es.
Dicho de otra manera: cuando nos vamos haciendo menos ignorantes de lo que hemos sido; cuando los aconteceres de nuestras vidas nos van mostrando, muy a las claras, lo inconsistente, torcido y enfermizo de nuestra condición: la humana; cuando la experiencia, ganada y acumulada, nos va enseñando a hacer buen uso de ella, confiarle nuestras dudas y resolverlas teniendo en cuenta sus sabios consejos; entonces somos conscientes de que el amigo no lo era. Por mucho que nos duela, por increíble que parezca, por decepcionante, desolador y frustrante que pueda ser: el amigo no lo era.
Y si no lo vimos antes fue porque así no lo quisimos, pues siempre hay “señales”, “indicios”, “muestras” y hasta fehacientes pruebas -ya que no existe humano capaz de fingir, durante muchos años y a la perfección, sentimiento tan noble, puro y exclusivo- de que aquello que podía aparecer como muy lejana posibilidad, fuese lo que ahora resultó.
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