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Que cada vez se empieza a consumir porno a edades más tempranas gracias a las facilidades que ofrecen los nuevos terminales –los menores suelen disponer de teléfono a partir de los 11 años– es un gravísimo problema con peligrosas consecuencias. Para la mayoría de menores y adolescentes –según algunas fuentes el 97% de los varones y el 78% de las mujeres– el consumo de pornografía es su iniciación en el sexo antes de recibir las nociones esenciales sobre educación sexual, aumentando los casos entre los 8 y los 12 años. Además de enfrentarlos a realidades que aún no están preparados para gestionar –“la sexualización de la sociedad está matando a la infancia” ha dicho el catedrático psicología clínica Rafael Ballester, especialista en trastornos de comportamientos sexuales– los contenidos incitan a comportamientos en los que la sumisión cuenta más que el consentimiento, la satisfacción inmediata más que la dimensión afectiva, la cosificación del otro más que el respeto. Los contenidos de dominación y violencia sexual agravan la cuestión, relacionándolo los expertos con el aumento en los últimos cinco años en un 116% de las agresiones sexuales cometidas por menores.
Esto tiene que ver con la educación sexual, por supuesto, pero también con la moral, tan denostada desde un cierto progrerío como moralina (por no hablar de los Bataille, Foucault, Beauvoir, Sartre o Derrida que firmaron en 1977 la petición de despenalización de las relaciones sexuales con menores). Y conviene no equivocarse. Si la moralina –acudo a la RAE– es una “moralidad inoportuna, superficial o falsa”, la moral es lo “relativo a las acciones de las personas desde el punto de vista de su obrar en relación con el bien o el mal y en función de su vida individual y, sobre todo, colectiva”.
Dicho lo cual no parece que la mejor solución para impedir que los menores accedan al porno sea la propuesta por el Gobierno del “carné digital” –ya bautizado en las redes como pajaporte o pornobono– de 30 accesos al porno válido durante 30 días obtenido tras identificarse como adulto con el DNI electrónico. Es tan fácil de burlarse –el propio ministro ha reconocido que “puede haber formas de circunvalar esta solución”– como peligroso por la intromisión de lo público en lo privado y el volumen de datos que quedan registrados por la Administración a expensas de filtraciones o ciberataques. El Gran Hermano, ya saben.
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