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Nos dejábamos hechizar por el ardor de la ilusión. Estábamos dispuestos a comernos el mundo, a partirnos el pecho, a correr a velocidad de espanto, a chutar un obús con fuerza sobrehumana, con tal de defender hasta el penúltimo aliento la amarilla camiseta de nuestro colegio de toda la vida: La Salle. Éramos alumnos hasta las trancas, no fijos discontinuos sino todo lo contrario: omnipresentes de horario lectivo y deshoras de juego entre las columnas de aquel laberinto de fortuna -de baja techumbre y alta reciedumbre-, que ora servía para formar filas al toque de diana de la campana ora establecía los límites de un campo de fútbol con balón Adidas Tango de Deportes Ravelo -ideal para los vejigazos- o, en el peor de los casos, un esférico prefabricado sobre la marcha con el papel albal -léase “de plata”- de los bocadillos del recreo de las once y media. No cabía mayor orgullo que formar parte -por decisión del entrenador (el hermano Gabino, Raimundo, el hermano Eulalio, Vargas) de la selección infantil o cadete de este centro educativo que tanta raigambre y sentimiento y por descontado educación nos inyectó en vena. Dícese: imprimir carácter para toda la eternidad. Entonces, tan chaveas como éramos, ya aprendimos la aceptación -la magnitud- del sentido institucional. Ser de La Salle nos marcaba -sin dolor- a fuego. Ese orgullo de pertenencia ahora en boga según el vocabulario hodierno.
Aquellas soleadas mañanas de sábado, sin clases, tan intrépidas de campeonato municipal -o provincial- de fútbol sala. En el patio grande con porterías revestidas de sus mejores galas: esto es: las blancas redes de los fines de semana que abrazaban al acecho aquellos goles resultantes de una jugada de pizarra, de una vaselina milimétrica, de un triangular de escuadra y cartabón, de un penalti lanzado con la puntera de las botas Patrick, de una tijereta remedando a Hugo Sánchez, de un cabezazo al más puro estilo Pajuelo, de algún taconazo que espejaba los entonces idílicos del doctor Sócrates. De vez en cuando algún tiro excesivo arramblaba -es decir: se embarcaba- en la azotea de la imprenta de Manolo Piñero Vázquez o rebotaba en la pared de frontón haciendo efecto carambola.
La selección de la Salle aglutinaba a futbolistas en ciernes, estrellas en agraz, peloteros en potencia. Aquellos cadetes de los años comprendidos entre 1985 y 1988 no cuajaron un equipo al uso sino una máquina engrasada de clase, potencia, táctica y toque, pundonor y camiseta sudada hasta el empapamiento. Lirola, Tapia, Guti, Orge, Perdi, Rosa, Momo, Chico, Beni, un tal Velo que hoy junta letras en el papel prensa de la ciudad y, sobre todo, last but not least, Lucas: un chiquillo de ojos grandes y claros, cuantitativo de compañerismo rayano a la fraternidad evangélica, noble como el silencio de los bienaventurados, ágil como la pernera del equilibrista, de risa estentórea a menudo, bueno según la acepción machadiana del término, joven, vivaracho y calmo a la misma vez, despierto, simpático, generoso, expedito bajo el travesaño de una portería que siempre defendió a máximo rendimiento de elasticidad, reflejos, capacidad de anticipación, posicionamiento… Quien esto suscribe puede subrayarlo con conocimiento de causa. ¿Quién iba a decirle entonces al jugador-cierre (al defensa líbero) que, por azares del destino, escribiría décadas más tarde la necrológica de su compi de consistentes guantes capaz de parar hasta los cangilones del tiempo?
¡Qué verdad asistía a César González Ruano cuando dijo que la muerte es una pedrada que recibe uno pero duele a otros! ¿Demanda usted, preclaro lector, algún apunte biográfico de Lucas Lorente Simmins (29/08/1971-20/10/2024)? Veamos… Nacido en Jerez de la Frontera, de padre español -Alberto Lorente- y madre inglesa -Liz Simmins-. Es padre de dos hijos, Alberto y Cristina. Su viuda se llama Silvia Costa. Hizo la EGB en el colegio Miller, en Monte Alto. Pasa a La Salle Buen Pastor con 14 años para estudiar BUP y COU. Al finalizar, estudia Ciencias del Mar en la UCA, licenciándose en dicha carrera. A partir de ahí, ha desarrollado su trabajo como oceanógrafo en varias empresas, realizando numerosos trabajos, no sólo en España, sino en diferentes países de Europa, África y Sudamérica. ¿Su gran afición? El fútbol, “tanto jugarlo, como verlo”. De más pequeño era extremo izquierda. Llego a jugar como tal en los infantiles del Xerez CD. Desde los 14 años, juega de portero, tanto de fútbol, como de fútbol sala, en distintos equipos de La Salle, obteniendo varios campeonatos de juegos municipales y de juegos lasalianos de Andalucía. A partir de la edad senior, jugaría durante muchos años en otro equipo local: el Beer Men. En su etapa de alumno de La Salle también hizo alguna incursión en el baloncesto, aprovechando su característico salto de veras prodigioso. ¿La gran pasión de Lucas? El Real Madrid, sin olvidarse nunca del Xerez CD…
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