Prochinos

Postrimerías

Poco cabe esperar a estas alturas del ex presidente que apadrinó la alianza de civilizaciones, hoy reconvertido en consejero de dictadores, enlace con la derecha independentista catalana y oscuro muñidor de acuerdos que no trascienden, pero no deja de sorprender el tino con el que elige a sus clientes entre los que al parecer ahora se cuenta China, que ha encontrado en el engolado activista por la paz –firme partidario de la negociación con toda clase de chacales– a un embajador entusiasta. El otro día entrevistaban a uno de los grandes conocedores del país asiático, el historiador holandés Frank Dikötter, de cuya monumental Trilogía del pueblo hemos ido dando cuenta en estas páginas, y se podía ver que sus fundadas opiniones sobre la naturaleza del régimen van por un cauce bien distinto al pregonado por los panegiristas a sueldo, pero ya sabemos que la mezcla de audacia e ignorancia –basta mirar a los Estados Unidos– es premiada en nuestro tiempo como una combinación irresistible. La cordial visita del actual presidente del Gobierno de España ha coincidido con la aparición de la tercera parte de la obra de Dikötter, publicada como las demás por Acantilado y dedicada a la enloquecida Revolución Cultural, una dilatada purga que instauró el terror mientras en Occidente los llamados prochinos –no son de ahora los tontos útiles– celebraban las bondades del maoísmo. “¿Quiénes son nuestros amigos? ¿Quiénes nuestros enemigos? Esa es la pregunta principal de la revolución”, leemos en la cita preliminar del Gran Timonel, de ingrata resonancia schmittiana. Y lo mismo, tal vez, deberíamos plantearnos nosotros. Tras las catástrofes encadenadas de la Liberación y el Gran Salto Adelante, la ominosa década del último Mao, el mayor asesino de masas del siglo XX, significó el fin de una cierta ortodoxia, pero el mal estaba hecho y se tradujo –explica el historiador– en la destrucción de los lazos amistosos o familiares, de cualquier forma de lealtad que no pasara por la sumisión al líder. La insólita apuesta de sus sucesores por el capitalismo de Estado, dentro de un sistema sometido al férreo control del Partido Comunista, ha convertido a China en una potencia no ya emergente, sino situada en la primera línea de influencia y cada vez más volcada en la proyección exterior, que encubre con buenas palabras su clara ambición imperialista. Con razón preocupa un modelo de autocracia totalitaria, reforzada por los avances de la tecnología, que contra todo pronóstico se ha vuelto atractivo y puede ser exportado allí donde los hastiados ciudadanos, renunciando a las libertades políticas, deseen llevar la ordenada vida de los esclavos.

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