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HUBO un tiempo en que nadie quería vivir en la costa gaditana. No había chiringuitos chill out en las playas de ensueño, no se habían inventado ni el windsurf, ni el kitesurf, ni el nudismo, ni los campos de golf, ni la sangría. Pero lo peor de todo no era la carencia de diversiones para el vulgo, sino los ataques de los piratas berberiscos.
Durante el siglo XVI Berbería (región histórica que comprendía las costas del norte del África occidental) estaba llena de nidos de filibusteros que visitaban de cuando en cuando las costas gaditanas. Nuestros hermanos de la otra orilla no pretendían conquistar el litoral andaluz, sino enriquecerse en perjuicio de sus desgraciados habitantes. Su principal afición era secuestrar a todo el que encontraban para llevarlo a cárceles inmundas en África y pedir después un rescate por ellos. Las poblaciones marítimas (dedicadas principalmente a la pesca del atún) vivían atemorizadas. Eran pequeñas localidades que no contaban apenas con medios para defenderse y cuando advertían el peligro, avisaban a Jerez para que acudiesen soldados en su ayuda. Sin embargo había una barrera entre el mar y nuestra ciudad: el Guadalete. Sé que ahora estarán partiéndose de risa en el sofá de su casa al leer esta afirmación, pues seguro que piensan que este río es uno de los más reguleros del mundo, y razón no les falta. Pero recuerden los años lluviosos y el caudal que alcanza en esa época. ¿A que no se atreverían a cruzarlo a caballo?
Pues precisamente eso fue lo que sucedió en 1519 cuando los piratas llevaron sus naves hasta la Isla de León. Los berberiscos camparon a sus anchas por allí. Y se llevaron ni más ni menos que a sesenta personas. En 1523 volvió a repetirse la historia, matando y raptando tantos isleños como les vino en gana a los hijos de Mahoma. Nadie les auxilió. El Ayuntamiento de Jerez, consciente del problema, acudió al emperador Carlos V solicitando licencia para gravar con impuestos a la población con un único fin: construir un puente en el vado de Medina, el lugar menos profundo del río.
La construcción del puente de Cartuja fue una verdadera epopeya. Los trabajos se desarrollaron entre 1525 y 1541 y el Municipio no escatimó gastos para el nuevo edificio. Se llamó a los mejores maestros locales y foráneos, se buscó la mejor piedra para los pilares del puente (de hecho la cantera de Martelilla se abrió para tal fin) e incluso los caballeros capitulares, el equivalente a los actuales concejales, decidió dejar de cobrar su sueldo para que la obra terminase cuanto antes. ¡Qué tiempos aquellos…! Hubo que luchar contra los elementos, contra las malas cosechas, las hambrunas y epidemias, contra las crecidas del río que desbarataban todo lo hecho y contra los cartujos (tunantes) que robaban los cantos para las construcciones de su monasterio. Pero el puente se terminó y pudieron pasar los soldados, los comerciantes y los contrabandistas, los agricultores, los chamarileros. Marcharon las tropas contra los piratas y siglos más tarde para tratar de reconquistar Gibraltar a los ingleses. Los nobles lo atravesaron con sus carruajes y los franceses con cañones para invadir Cádiz. Todo el mundo lo cruzó, porque hasta el siglo XIX fue el único puente de piedra sobre el Guadalete. Las riadas lo hirieron en numerosas ocasiones, pero se mantuvo en pie con mil parches. Era un monumento vivo, bajo uno de sus arcos había un molino de trigo y en sus alrededores pesquerías de sábalos. El tráfico no cesaba…
Fango y basura. Chatarra, maleza. El abandono. Llegó el tren, el progreso, las autovías que fueron enterrando poco a poco al puente. Sólo el curso del río que siguió fluyendo año tras año, riada tras riada, tocó sus muros. Sus arcos acabaron por convertirse en un trasto inservible a orillas del Guadalete. Como un enfermo terminal, lleno de tubos y hundido en la miseria. Tan sólo un hostelero ha restaurado el antiguo almacén de granos del molino para convertirlo en un restaurante. Un alma caritativa. Un héroe. Una tarea callada. Un comedor junto al arranque del puente. Es hermoso hasta que uno sale fuera.
No me gusta volver a los pies del puente de Cartuja. Sin saber por qué, me siento culpable de sus heridas. Vergüenza. Indignación. Desprecio hacia las autoridades. Las viejas inscripciones me miran con su vista gastada por el paso del agua. Los pilares afilados y las enigmáticas marcas de cantero parecen increparme. Los enormes arcos de ladrillo se asombran ante tanta soledad. Tabla de salvación de miles de personas. Obra levantada con la sangre de un pueblo. Otra vez el más terrible de los olvidos. ¿Por qué seremos tan ingratos los jerezanos con nuestros monumentos? Pienso mientras observo a mis vecinos de mesa en la Venta de Cartuja devorar monstruosas tostadas con zurrapa de lomo.
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