Alberto Núñez Seoane

Rabia

Tierra de nadie

18 de noviembre 2024 - 02:13

Cuando sucede la desgracia ajena, constatamos la injusticia al prójimo o comprobamos las adversidades que sacuden a quien no somos nosotros; los que nos tenemos por no malas personas sentimos solidaridad, primero; impotencia, al no poder ayudar como querríamos, después; rabia, que es donde estamos hoy, como paso previo a la rebelión; e indignación, que será donde estemos “mañana”, que sirva de motor para intentar que se dé la repetición.

“Sentimiento de enojo o disgusto grandes, que a veces hace perder los nervios o actuar violentamente”, así define “rabia” la R.A.E., sin ánimo de incordiar ni mucho menos corregir, pero sí de profundizar, vayamos por partes.

Nosotros comenzaríamos por hacer patente lo que entendemos diferente: ¿“sentirse” disgustado es lo mismo que “estar” disgustado?, opinamos que no. Tener la sensación -el sentimiento- del enojo, implica la clara conciencia de ese estado de nuestro ánimo; “estar” enfadado supone una condición más cercana a la cólera, esa que “nos hace perder los nervios o actuar con violencia”, algo que contemplamos como más extremo, pasional e incontrolable.

Diremos que la rabia se sitúa, al menos, un escalón por debajo de la ira. Nos cuidamos así, de continuar amparados bajo la sabiduría de los que la tuvieron: “La ira me perjudicaría más que la injuria, conozco los límites de la una, pero ignoro hasta donde me arrastraría la otra”, escribió Lucio Anneo Séneca en el año 41 d. C. Por tanto decimos que no es ira lo que sentimos, es rabia la que nos invade y ocupa. Pues “no existe pasión alguna a la que no se sobreponga la ira” -pensó el filósofo cordobés-, y no deseamos llegar a eso, aunque no por ello renunciemos a que el disgusto nos empuje, conscientes de ello, a la indignación por venir. La ira, dice Séneca también, “es más producto del ímpetu que del juicio”, nosotros no pretendemos que sea un arrebato el que nos motive, más bien perseguimos que nuestra rabia se engendre en la razón que, erguida y valiente hace frente a la sinrazón del torcido humano proceder, a la desidia y la inacción, a la mediocridad y la necia voluntad, a la traición y a la maldad.

Nos escuece la rabia, no seríamos de condición humana sino, al ver niños y mujeres y hombres morir, cuando no debiera haber sucedido; la rabia nos hiere, al saber de vidas truncadas, casas arrasadas, negocios hundidos … sin que encontremos un comprensible por qué para un desastre que se podía haber prevenido; nos rebela la rabia, cuando los responsables se esconden, los que mandan entre ellos se acusan, los que cobran por cuidarnos se excusan …

Dicen, los que de la vida algo saben, que es en las grandes ocasiones cuando se distingue a las grandes personas y sin duda es así; por lo que es de lógica aristotélica deducir que también en estos aconteceres se destaca el corazón de rata, la disculpa vana, la dependencia enfermiza del poder, la falta de gallardía, la mediocridad y le hipocresía.

Debería haber poco que decir, debiéramos estar todos a una, pues son las víctimas las que cuentan; la pérdida de vidas es ya irremediable, pero no las vidas de los que quedan, es por ellos por quien hay que estar, poco, o nada, importa lo demás. Ejemplo debieran dar próceres y mandamases, congresistas y senadores, ministros, alcaldes y concejales, pero se embeben en lavar imborrables manchas mientras las personas mueren; se afanan en culpar a quien sea menos a quien debieran, mientras las gentes sufren; se empeñan en pintar de blanco lo negro, mientras languidece la esperanza, la ayuda no basta y la solución falta.

Sentimos, sí, que la rabia viene y, también sí, sabemos que estamos rabiosos, aunque, aún, la ira no nos puede.

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