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El lanzador de cuchillos
La escena se ha visto más veces y podría haberse desarrollado en cualquier ciudad europea. Berlín, Estocolmo o Barcelona. El dueño de un bar sufre un robo y persigue y mata al ladrón. Un pequeño detalle, sin embargo, diferencia este episodio de otros similares: el hostelero es inmigrante, el ladrón es nacional. Nacional nacional, como exigen los muy cafeteros. No estamos ante un ilegal alien que viene a Europa a delinquir. Para los analistas de izquierdas esta historia desmiente una cierta narrativa de derecha, que vería a los inmigrantes como rateros, atracadores y carteristas y a los ciudadanos de ocho apellidos europeos como víctimas de la gentuza que llega de fuera. He leído y escuchado esos argumentos en distintos medios autodenominados progresistas. Quienes así se expresan creen que en este viejo continente predomina una visión xenófoba, alimentada por la extrema derecha, basada en el prejuicio de que los inmigrantes recurren voluntaria y frecuentemente a la delincuencia: la historia del barista extracomunitario que mata con unas tijeras al ladrón doméstico vendría a contradecir un estereotipo muy extendido, dejando al desnudo nuestro racismo. Pero yo no estoy de acuerdo con esa interpretación. El hecho descrito es indicativo exactamente de lo contrario: de que no somos racistas, por mucho que se empeñen los guionistas de La Revuelta. La acusación es falsa e infundada. En todo caso, no lo somos más que el resto de pueblos del mundo. Si Europa fuera racista –lleva décadas recibiendo extranjeros con los brazos abiertos– la opinión pública se habría puesto del lado del ladrón asesinado porque era de aquí y contra la persona que lo masacró por ser foráneo. La izquierda es hipócrita y, además, se equivoca: no nos molestan los inmigrantes, sino la delincuencia rampante, tanto cuando sus perpetradores son de fuera como cuando son connacionales y este caso es una prueba fehaciente de lo que digo. En la ciudad centroeuropea donde ha sucedido la tragedia la gente ha demostrado que entiende la exasperación del comerciante asiático que, al ver cómo robaban su negocio, golpeó al criminal hasta la muerte (con razón o no es otra cuestión); no lo han juzgado sin piedad por haber quitado la vida a “uno de los nuestros”. No estamos contra los migrantes, sino contra los que nos impiden ganarnos la vida y trabajar de forma segura en nuestros pueblos y ciudades. Da igual si son blancos o negros, hijos de Alá o descendientes de Carlomagno.
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