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No necesariamente tiene que estar uno afiliado a una hermandad negacionista o de conspiranoicos para tener la mosca zumbando detrás de la oreja con algunas, o bastantes, de las iniciativas y medidas que desde el Gobierno -a fin de cuentas el poder, aunque sí, hay otros- se recomiendan o directamente se imponen con el objetivo -insiste el Gobierno, el poder- de prevenir, defender, salvaguardar, velar... en definitiva, para contribuir al mayor bienestar posible del ciudadano. Y que en el momento en que sea agredido, como está ocurriendo este año, esté todo lo protegido que pueda frente a los ataques de un agente, tanto si es interno o procede del exterior, como en este caso de ese patógeno que ya ha matado en España a 28.971 personas, 1.466 de ellas en Andalucía. Aumentarán.
El radar covid puede ser una herramienta útil. Una más. Bien, mejor sumar. Pero no consigue desprenderse de ese componente intrigante -es, por supuesto, otro negocio más al socaire de lo que está ocurriendo; olvídese de él si tiene un móvil antiguo o corra a comprar otro más moderno- que lo empuja a uno a pensar -mal, de acuerdo- si no servirá para algo más que rastrear y controlar la maldita ruta del bicho, que no es otra que la de ciudadanos.
No se tiene la certeza de que el dónde has estado, con quién y cuándo y hasta el por qué -una información que sólo concierne al individuo- no acabe siendo usada con otros fines. Obviamente las autoridades juran y perjuran que la privacidad, la confidencialidad y la intimidad quedan a salvo. ¿Es que acaso informarían de lo contrario? Pero precedentes hay a espuertas de que en este mundo hipercontrolado cada paso que damos, cada uno de nuestros movimientos y cada una de nuestras aficiones, predilecciones, hábitos, vicios, fobias y filias, enfermedades, angustias y ansiedades, si tenemos gato, perro o cacatúa, si nos gusta Jimi Hendrix o Siempre Así, si votamos o no -y si lo hacemos a quién, por si tienen que recomendarnos que votemos lo contrario-, todo, absolutamente todo, aparece en el radar.
Cada uno de nosotros -esa es al menos la impresión que tengo cada mañana al encender el móvil y el ordenador- es una de esas lucecitas que aparecían en la pantalla del operador de guardia en las películas de batallas navales en blanco y negro que veíamos de pequeños. "Ahí está", decía alguien. Y el submarino lanzaba sus torpedos y el destructor sus cargas de profundidad. Contra la lucecita.
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