Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Ramón Castro Thomas
Su propio afán
Cuando uno es jurado de un premio de poesía, en mi caso del Adonáis, siente mucha felicidad por los libros premiados que se publicarán, pero pena por los que no saldrán, al menos por ahora, y que también lo merecían. Un cancionero precioso del jovencísimo José Manuel López Cascales se ha quedado a las puertas. Terminaba con estos versos: “Tirad los que no os gusten,/ Haced lo que queráis/ Con ellos, ¡os los doy!;/ Pero, cuando en los labios/ Os quemen mis palabras,/ Sabed, ¡que todos sepan!,/ Que van tan solo a ella”. Entonces me recordaron a la recia dedicatoria de Ezra Pound: “Junté estas palabras para cuatro personas,/ tal vez algunas otras podrían escucharlas./ ¡Oh, mundo, yo lo siento por ti,/ porque tú no conoces a esas cuatro personas!”.
No imaginé que una semana después iba a recordar estos poemas todavía con mayor sentimiento. Se nos ha muerto Ramón Castro, médico, músico, amigo, columnista; y yo, en su funeral, pensaba justo eso. ¡Qué pena que no le hubiesen conocido más personas!
Lo pensaba, todo hay que decirlo, en una Iglesia Mayor llena hasta la bandera. No estoy hablando de un ermitaño. Pero era ver tantísimos amigos y conocidos suyos y en el bien que nos ha hecho a todos, uno a uno, y lamentar su falta. Sus cuatro hijos escribieron unas palabras de fuego, que me quemaban, aunque iban tan sólo a él; e insistían en lo mismo. En la suerte enorme que ha sido tenerle como padre. La imagino.
Quizá estaba sugestionado porque estoy leyendo el diario de un hombre bueno que no terminó de conectar con la gente del Opus Dei que conoció en su vida literaria. Cosas que pasan porque no somos billetes de 50 euros que a todo el mundo gustan, pero no se me va de la cabeza que otro gallo hubiese cantado si se hubiese cruzado con Ramón, siempre atento, siempre alegre, siempre piadoso. Incluso siendo médico y con la enfermedad que tenía, cuya gravedad –claro– no se le escapaba, se ha preocupado hasta el último momento más de las cosas de los otros (¡de las mías!). Nuestro amigo Juan Sancha tenía que recordarnos por detrás que estaba muy mal, porque si uno charlaba con él no lo parecía. Su alegría salía de su vida interior, no de su salud.
Yo siento pena de los que no han conocido a Ramón, y quisiera que, como en los versos de Pound y de López Cascales, algo de su luz se colase por las entrelíneas de este artículo y por las del recuerdo vivo de los que sí tuvimos esa suerte.
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