Alberto Núñez Seoane

La realidad que no queremos (i)

Tierra de nadie

15 de julio 2024 - 05:40

ASUNTO primordial en filosofía: la realidad. Desde que el hombre comenzó a buscar respuestas, con entidad suficiente, más allá de las fantasías que hasta entonces la mitología le proporcionaba, cuestionar lo que entendemos por realidad ha sido objeto de trabajos, tratados y teorías a los que han dedicado su provechosa existencia algunas de las mentes más asombrosas, portentosas y eficientes que nuestra especie ha sido capaz de engendrar.

¿Qué es la realidad?, ¿cuánto de real tiene el mundo que nuestros sentidos nos presentan como tal?, ¿somos capaces de llegar a saber, con certeza suficiente, lo que es real y lo que no lo es?, y si fuese así, ¿cómo lo distinguiríamos: usando los sentidos, la experiencia, la filosofía, la inteligencia …? Pero no, no se preocupen, no vamos a adentrarnos en profundidades filosóficas, al menos no en demasía, porque no es de lo que aquí tratamos; vamos a reflexionar, aunque sea sólo un poco, sobre esa realidad a la que nos enfrentamos -y digo enfrentar- cada uno de los días que llamamos nuestros, “nuestros días”, aunque en absoluto lo sean, nuestros.

“Los humanos, apuntaba en su magnífico ensayo sobre el ingenio, el maestro José Antonio Marina, no soportamos la realidad en la que existimos”, por ello recurrimos a diversos métodos que nos permitan soportarla. Clasificaremos los medios a los que recurrimos para conseguirlo, en tres grupos distintos: los que le quitan valor, los que la modifican y los que la niegan.

La devaluación de lo real -el primero de los tres grupos- es el objeto del ensayo de José Antonio Marina, al que antes hemos hecho referencia; en este humilde artículo sólo podemos esbozar, pasando muy rápido y de puntillas, sobre la brillante exposición que el pensador hace en su excelente obre. “El hombre -dice-, recurre al ingenio, la parodia o el humor para devaluar una realidad demasiado terrible, que no quiere asumir”. En efecto, utilizar el ingenio para bromear, satirizar o ironizar sobre “lo trágico”, quita tragedia a lo que la lleva en su esencia.

Pongamos como ejemplo uno que a todos, puede que a unos más que a otros, pero a todos al fin, preocupa: la muerte.

Si bromeamos, hacemos chistes o nos referimos a ella en tono desenfadado o jocoso: “se quedó tieso como una mojama …”, “está criando malvas …”, “estiró la pata …”, “ya no bebe más cerveza …”, lo que estamos haciendo es tratar de quitar hierro a lo que nos infunde temor, intentar contemplar algo que nos asusta de modo trivial, rebajar la gravedad de aquello que nos provoca desazón, angustia y miedo. Ante la evidente incapacidad para evitar lo inevitable, optamos por convertir lo desagradable de lo inevitable en agradable; y si no podemos llegar a tanto: hacerlo agradable, al menos diluir, en la medida de lo factible, el grado de intensidad de lo desagradable.

La realidad a la que parece obligarnos nuestro mundo, esa existencia en la que somos las personas que somos, y en la que vivimos, no es la que queremos, al menos, no es tal y cómo la querríamos. Obviando esos momentos de felicidad a los que -dicen- todos tenemos derecho, y de los que -siguen diciendo- antes o después gozaremos, que tampoco serían suficientes para compensar el otro platillo de la balanza, en el que se apretujan desgracias y horrores, injusticias, enfermedades, atrocidades y también tantos dolores cómo nos vemos predestinados, eso parece, a soportar; gran parte de la existencia de la mayoría de los mortales es un valle, más o menos profundo y oscuro, de lágrimas amargas. Por esto tenemos que cambiar la realidad que nos comprime, supera y oprime, hemos de alterar una certeza que no queremos dar por tal. Comenzaremos por hacer esa realidad, que conforma el mundo tal y como lo percibimos, menos cruel e inhumana de lo que sabemos, y tememos que es. La ironía, en todas sus múltiples escalas y muy variadas caras, es el instrumento primero del que no servimos para tratar de lograrlo, el arma con la que nos defendemos del ataque, pasivo pero demoledor, de una certeza que nos aterra y amenaza cada uno de los días que tomamos prestados -porque, repetimos, no son nuestros-, y en los que pretendemos construir nuestras vidas.

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