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Editorial
LAS reformas que el Gobierno de España prepara para la Universidad parecen seguir el mismo camino errático que han llevado otras, como la Educación obligatoria o la Justicia, que ha provocado el rechazo mayoritario de los actores principales en esos respectivos campos. El ministro José Ignacio Wert está dispuesto a volver a concitar el consenso, pero sólo en el rechazo a su forma de hacer política, precisamente por ser impuesta y por no escuchar a quienes serán los destinatarios de los cambios legislativos que plantea. Los rectores andaluces no comprenden que haya "tanta urgencia" en implantar una serie de cambios sustanciales en la enseñanza universitaria. Y por ello no dudan en tildar esta reforma de precipitada. Entre los principales cambios que el Ministerio plantea están los grados de tres cursos de duración en lugar de cuatro y la especialización de las universidades. Tienen razón los rectores de las universidades andaluzas en recordar que es ahora cuando están terminando los primeros titulados en grados de cuatro años y que, por tanto, es muy pronto para valorar si el actual sistema está funcionando, si los pro superan a los contra o viceversa. También rechazan que las reformas vayan a implantarse a golpe de decretos, que modifiquen la legislación de manera unilateral, sin dar al Parlamento la posibilidad de debatir sobre ella, ya que sólo podrán convalidarla o no. Unos decretos que de antemano se saben que serán ley por la mayoría absoluta de la que goza el PP desde las elecciones de noviembre de 2011. El Gobierno de Mariano Rajoy sigue confundiendo la enorme legitimidad que tiene su apoyo parlamentario con la ausencia de obligación de consensuar políticas que son de Estado y que, por su importancia y el interés de que perduren y tengan éxito, exigen mayor compromiso por buscar entendimiento con la oposición. Es algo recurrente en asuntos vitales. Y sangrantemente repetitivo en asuntos educativos. España no puede estar al albur de los lógicos cambios políticos que emanan de las urnas en asuntos que han de ser pilares básicos de nuestra democracia. Un sistema educativo y una Universidad consensuadas darían más garantías de éxito a quienes se forman en sus colegios e institutos y facultades y escuelas. Consensuar la enseñanza universitaria para que no esté sometida a vaivenes políticos es una obligación de toda la clase política con representación parlamentaria, y aún mayor de quien ha obtenido el aval de una amplísima mayoría para gobernar, que no puede interpretarse como un cheque en blanco que dé carta de naturaleza para imponer la ideología propia. Los españoles del presente y del futuro merecen un trato más responsable.
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