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Editorial
LAS convocatorias sindicales a propósito del Primero de Mayo pasado han seguido la tónica de los últimos años: cada vez cuentan con menos participantes y cada año disponen de una menor influencia reivindicativa, acentuando un carácter puramente retórico y simbólico. Pocos manifestantes, apenas unos miles en las ciudades más importantes, y las mismas consignas de siempre (contra el Gobierno de la nación, no contra la Junta de Andalucía, también responsable del estado de las cosas en esta comunidad autónoma). Es sólo el síntoma más público de la profunda crisis que atraviesa el sindicalismo en nuestro país, como en otros, evidenciado en la alarmante caída de la afiliación -en España, dos millones de miembros de CCOO y UGT, el 8,7% de los asalariados-, la pérdida de influencia sobre las grandes cuestiones nacionales y el propio desprestigio de las centrales sindicales y sus dirigentes, que las encuestas del CIS ubican constantemente entre las instituciones más desgastadas para la opinión pública en general. A este fenómeno han colaborado de manera esencial los escándalos de corrupción que, al igual que en los partidos, han hecho acto de presencia en las filas sindicales de manera puntualmente espectacular (gestión de los fondos de formación, ERE andaluces, tarjetas black de Bankia, facturas falsas...), indicativos de que parte de los líderes del sindicalismo han asumido las formas de vida y las prácticas de los políticos corruptos, que constituyen el colectivo más denigrado por la sociedad española. Pero el deterioro de los sindicatos tiene raíces más profundas que las derivadas de la corrupción que, al fin y al cabo, sólo requieren coraje ético y determinación para superarlas, algo que las cúpulas sindicales están empezando a impulsar. Más difícil se presenta la lucha contra la principal causa de desafección de los ciudadanos, y de los propios trabajadores: las grandes centrales sindicales no han renovado sus planteamientos ni se han adaptado a los cambios intensos que han experimentado la economía y la sociedad contemporáneas. No han sabido dar respuesta, de momento, a fenómenos como la globalización económica, la innovación tecnológica, la nueva composición de la fuerza laboral (más autónomos, más trabajadores de cuello blanco, más empleo precario), la progresiva desaparición de la clase obrera industrial al modo clásico, los parados estructurales y tantos otros hechos reales que han modificado las relaciones laborales y sociales. Para ellas no valen las viejas recetas y los métodos de lucha de siempre. El sindicalismo tiene que cambiar si no quiere continuar languideciendo hasta llegar a la irrelevancia. Los sindicatos son necesarios. Pero otros sindicatos.
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